Siempre he pensado que el olfato está menospreciado como el sentido más prescindible, siendo, por el contrario, el que despierta más vivamente los recuerdos y para mí, como parece ser que también para mi buen amigo Javier, es motor que pone en marcha la memoria de momentos felices del pasado.

Según estudios científicos el recuerdo de los aromas perdura más tiempo y es mucho más intenso que el de los sonidos y las imágenes. Proust lo expresó acertada y ampliamente a propósito de una magdalena, en su libro Por el camino de Swann. Y es que la necesidad de supervivencia de nuestra especie ha hecho que coincidan en el mismo lugar de nuestro cerebro, el sistema límbico, tanto el bulbo olfativo como el hipocampo, misterioso punto donde se almacenan el aprendizaje, los recuerdos y las emociones.

Poco poética es mi introducción al hermoso texto que nos regala hoy nuestro invitado, con el les dejo, léanlo con deleite o, mejor aún, busquen quien se lo lea mientras cierran los ojos y disfrutan con todos esos aromas que seguro recordarán.

Mis aromas, por Francisco Javier López

Habitamos en la memoria, en la cultura, y necesitamos recordar para mantener el hilo que liga el pasado al presente.

A veces, nos empeñamos en construir recuerdos, forzar su permanencia o acrecentar su protagonismo. Pero, al hacerlos evidentes, quedan rebajados a burda e interesada apariencia.

La materia que más se asemeja al recuerdo, como yo lo entiendo, es el perfume.

Mi cápsula del tiempo sería transparente y cerrada, no una caja llena de objetos-recuerdo. Sino algo intocable a riesgo de perderlo, cierto y sin manipulación, sería como el sueño de mantener la inocencia a sabiendas de la renuncia. Mi cápsula no contendría nada, nada de interés arqueológico, nada aparente.

En ella depositaría el perfume de noches de verano sentado a la puerta, con una oscuridad acogedora de lámparas colgantes en medio de la calzada, del jazmín, el galán de noche, el saludo, el cuento, la tertulia, los grillos, la humedad de la acequia.

Guardaría el perfume que anunciaba el cambio de estación, potente, rojo y penetrante hasta convertirse en sabor: el del pimentón que se alternaba con el olor a lápiz, goma, y los libros nuevos del colegio.

Incluso la Navidad era un perfume que no he olvidado, dulce, cálido, lleno de historias y noches mágicas. Mi calle olía a tortas, cordiales, pastelillos, orejas… no sé cuántas cosas que se concentraban en el horno y se expandían; todos participaban en una continuidad colectiva, se olía desde los balcones, y entrar allí, en ese laboratorio de alquimia festiva, se transformaba en posibilidad de probar los ensayos entre masas crecidas, llandas, artesas, lebrillos, grandes plataformas y un calor que escapaba a las predicciones del hombre del tiempo.

La primavera, sin embargo, la recuerdo, sobre todo, fresca, diáfana, azul, con olores secos y elegantes, ascendentes: la cera, los inciensos, las esencias de algunos caramelos, las habas al partirse en las manos, los azahares… quizá todo tan presente, generalizado, protagonista e imparable que me hacían menos descubridor.

Sellaría esos olores en una cápsula del tiempo transparente, a salvo de todos y para todos. Como invisible prueba de mi sola memoria, actual e incomprobable; leve manifiesto para ser transmitido por palabras.