En 1966 Natalia Ginzburg publica su primera obra de teatro, Me casé por alegría. Poniendo el énfasis en la forma en que las mujeres italianas se ven abocadas al matrimonio, la escritora italiana incide en los errores que provoca la ausencia de una educación sólida, sobre todo cuando se trata de las cuestiones más decisivas en la vida de una mujer. Desde las primeras páginas de la pieza teatral sabemos que Pietro se ha casado por lástima mientras que Giuliana lo ha hecho por dinero. Sin ningún tipo de formación, Giuliana ha abandonado el pueblo natal, ha dejado la casa materna y se ha marchado a Roma con tan sólo diecisiete años. Tras trabajar en una papelería y en una tienda de discos, y después de tener una aventura con un hombre casado, Giuliana se ha sentido aislada, sola, abandonada, apoderándose de ella la infelicidad y el deseo de suicidio. Es entonces cuando el azar ha intervenido para posibilitar el encuentro de Giuliana con Pietro. 

En las páginas de esta bella pieza teatral, Ginzburg parece empeñada en retratar la inseguridad y el sentimiento de inferioridad de las mujeres, una sensación agobiante que envuelve a Giuliana y que le hace pensar que es una mujer sin estilo. Su marido, por el contrario, ofrece una extraña sensación de seguridad, de madurez, porque su condición de abogado de clase acomodada le ha insuflado una perspectiva más serena de la vida. Pero esta confrontación de actitudes y disposiciones en el marco del matrimonio, fruto de la educación, es el punto de partida para un examen, más amplio y complejo, del entorno familiar. 

La ironía con la que Ginzburg plantea la cuestión del matrimonio nos permite descubrir nuevas posibilidades y perspectivas conforma avanza la pieza teatral, pues lo que se pone en juego aquí son diferentes formas de concebir la tradición familiar. Así pues, cuando aparece en escena la madre de Pietro y nos hace saber que su hijo se ha casado para hacer sufrir a Giuliana, el lector comprende que, en realidad, Pietro no se ha casado por lástima sino por una cuestión más vital, porque la presencia de esa joven provinciana le proporciona una alegría que seguramente desconocía en el núcleo familiar o, dicho de otro modo, el matrimonio supone para Pietro una forma de evitar el aburrimiento, el tedio que supone vivir con su madre. También es, en ese momento, cuando el lector comprende que posiblemente Giuliana ha accedido al matrimonio porque inevitablemente las mujeres italianas tienen que casarse y Pietro es quizá su última posibilidad. 

Ginzburg bromea con el posible divorcio de la pareja, apenas una semana después de la boda, se complace describiendo la amistad entre mujeres y no parece tomarse nada en serio. Cuando concluye la obra, todavía degustando la belleza de la pieza, nos viene a la memoria esa frase de Giuliana al principio del relato, cuando cuenta a su marido que poco antes de conocerlo estuvo cerca del suicidio: «Yo estaba dando una vuelta bajo la lluvia y tenía unas ganas enormes de morir. Crucé el puente y pensé en tirarme al río». Quizá esta imagen, a saber, la de una mujer lanzándose al río, permanecía indeleble en la mente de Ginzburg desde que su marido murió a manos de los nazis en 1944, pero ahora, con el paso del tiempo, la profunda desesperación había dado paso a una mirada tierna, irónica y sutil en el confrontamiento de las cosas.