Este sería el título del segundo libro de poesía del madrileño Miguel Ángel Herranz (Miki Naranja) a quien, incluso habiendo fallecido dolorosamente joven y siendo su universo laboral distinto y alejado de la lírica, la fugacidad de la vida permitió legar a esta generación, y venideras, delicados versos sobre lo corriente y ordinario. Una forma exquisita de reivindicar la belleza de lo normal; la belleza de lo habitual y de lo diario.

No siempre es sencillo verlo; pues andamos, en estos tiempos más que nunca, persiguiendo lo original, lo extravagante y lo extraño. Sin embargo, no es más verdad que la mayor parte del tiempo vivimos y habitamos en la inercia de lo usual, de lo acostumbrado. La rutina de los días comunes que son tan uniformes y tan iguales. Sin grandes empresas, sin grandes hazañas y sin grandes logros o hallazgos.

Es por esto, precisamente, por lo que para mí es tan importante sentirme bien con mi yo más ordinario, porque, al fin y al cabo, es el que predomina y prevalece. Somos, la mayor parte del tiempo, los que nos levantamos gruñones y despeinados, sin ganas de ir a trabajar, con días buenos y malos, sin compromisos ni planes especiales, sino más bien con una jornada, casi, anodina por delante de familia, casa y trabajo. Con tardes que se fragmentan en actividades extraescolares, recados, quehaceres domésticos y supermercado. Con noches en pijama frente al televisor o con un libro en la mano.

Pero es que todo esto tiene mucho más valor del que paradójicamente le otorgamos. Porque, aunque en conjunto incorporamos mucho más, todo esto tan normal es la esencia de lo que somos y habitamos. Sólo hay que tratar de ver la belleza en lo más pequeño, en aquello que por frecuente desatendemos, desairamos u olvidamos.

Sería quizás, irónicamente, este sentimiento, o sentencia, de poder perder en cualquier momento todo eso tan normal y tan mundano (a consecuencia del cáncer que sufría) lo que le permitió apreciar lo insólito, lo maravilloso y lo trascendental de lo rutinario. Desde el juego de sus hijos o las cajas aun apiladas de su última y no cercana mudanza, a los recuerdos de infancia de su madre ‘mondando’ lentejas extendidas en la mesa de la cocina con el deseo de ‘eviscerarse’

«fiando el porvenir y su metástasis

a sus manos

exigentes pero tiernas».

Y, pese al fatal desenlace, me reconozco abrumada y agradecida de su bellísima forma de poner poesía a lo cotidiano.