Costaba pensar en una tercera temporada con variaciones sobre un tema único: el desconsuelo y la pérdida, la rememoración de los instantes felices que ya no volverán. Y hacerlo con el mismo impulso dramático, con la misma contundencia sentimental y, al mismo tiempo, con apuntes de comicidad hilarante, irreverente, nihilista. Y Ricky Gervais, en la tercera temporada de After life, lo consigue. Con escenas de comedia memorables (el esparcimiento de las cenizas del padre en un pub, la novelista amateur que escribe cientos de historias eróticas de un médico sin saber nada de medicina), y con un tono que es el del equilibrista que enseña la bondad sin caer en la sensiblería y la afectación. Uno de los secretos de la serie es hablar del desapego, la desaparición de la esperanza y, al mismo tiempo, de la necesidad de emerger como sea. La mujer con la que Tony Johnson se sienta en el cementerio cita a Mark Twain y dice: «He tenido un montón de preocupaciones y la verdad es que la gran mayoría nunca han sucedido». Todo se desvanece (y se desvanece el protagonista mientras sube una colina con música de Joni Mitchell), pero se mantiene el recuerdo de lo que perdiste y de lo que ganaste. La vida que compartiste.