Mi cuerpo es el hidropedal con el que me adentro en las aguas del deseo. Que la inconsistencia y el sosiego jamás me impidan esta navegación tierna. Hay quien tiene un yate, hay quien tiene una vieja barca, yo tengo esto: una máquina simple a la que cuesta mover, pero que no hay dios que pueda voltear. Envejezco y me descascarillo. Pierdo el color y el entusiasmo. Pero cabalgo pausadamente sobre la espuma del exceso. Del apetito y de los afectos. Luego, me dicen, el cuerpo te hace prisionero. Apaga los fuegos, comienza a fallar, te encierra como a un preso entre sus barrotes blandos. Luego, me dicen, eres un rehén de tus órganos y de tus huesos. Y aunque veas el mar frente a ti, te sientas en la orilla, te mojas los pies, o plantas una silla en la arena y miras, con nostalgia ensimismada, esa línea blanca donde agua y cielo chocan con armonía y piedad. Como si se besaran a lo lejos dos extraños. Luego, me dicen, por dentro hay un incendio pero la piel está fresca y uno no sabe si esta convivencia obtusa romperá en fuego o en nieve.

Leo en el Hola que Kiko Rivera le ha dicho a su hermana: «Quiero olvidaros para ser feliz». Yo creo, Kiko, que el olvido solo conduce a la tristeza. Que no hay mayor dicha que la de cohabitar con las miserias. Las propias y las ajenas. Que la vida, como el lecho marino, está lleno de inmundicias que, al no pertenecer a nadie, han terminado siendo de todos. Yo quiero, Kiko, como tú, caminar descalzo, que mi espíritu vague salvaje y desprendido. Pero la desnudez no es garantía de nada, ni de libertad ni de futuro; a veces las carnes son nuestras peores cadenas. El recuerdo también es evasión, aunque esté tan mal visto. A veces vivo en casas en las que ya no vivo. Amo a mujeres a las que hace años dejé de amar. Lloro con canciones que no existen. Bajo escaleras que me obligan a subir. O, y esto es especialmente excitante, los días me arrastran a pasiones antiguas, pasiones que daba por muertas ya, pasiones sin rostro clavadas en la memoria como astillas en la yema del dedo. El olvido es una suerte de guerra con nosotros mismos. El recuerdo, sin embargo, tiene forma de tregua, de adulto y sabroso armisticio.

Mira, Kiko: «Porque a pesar de heridas y de afrentas, la piel del alma la tenemos suave para seguir amando». Lo escribió la salvadoreña Carmen González Huguet. Lo leo en El cielo de abajo, una antología de poetas hispanoamericanas que ha publicado María Alcantarilla en Vandalia. Yo me aferro a la intrascendencia, puesto que me parece una forma interesante de acercarme a la eternidad. Ser liviano nos eleva sobre las cosas, como el polvo en suspensión de los pisos de estudiantes. Me aburre la gente que llena con intensidad hasta los huecos más insignificantes.

De mi familia aprendí que hay que reírse de lo malo, porque lo bueno hay que tomárselo muy en serio. Me hago mayor. Temo a la enfermedad, pero no tengo miedo a la muerte. A veces siento ese vértigo del que ya no hace pie. Zambullido en una oscuridad salada, me mantengo en la superficie porque bato los pies. Mi corazón realiza idéntica labor. Por eso no me hundo. Por eso la memoria y el amor y esa suavidad que decía la poeta, pese a la marca desértica que el dolor nos lega en la piel; siempre nos lleva el cuerpo más allá de la costa. Como un hidropedal, decía, que con parsimonia nos traslada a la líquida vastedad de los caprichos. Al sexo de nácar. A este sentir de laberinto. Y nos mece bajo un sol que nos lanza a la rojez primera, esa que jamás olvido. Los hombros agostados. La eterna infancia. 

Kiko, confía en mí, el olvido te hace esclavo de un destino, el recuerdo te hace rey de lo vivido.