Cierto es que la batalla contra el bicho exige de un ardor guerrero que nos mueve a todos, pero, como en toda contienda, existen filas. La sanidad y la educación ocupan la primera. Centros de salud, hospitales, colegios e institutos muestran la virulencia de una enfermedad que ha decidido dar el asalto final, con miles de bajas sobre los que, en el frente, tienen que combatirla palmo a palmo.

Nunca será suficiente el agradecimiento a la dedicación que tanto sanitarios como docentes públicos ponen en el empeño. Si en una situación de normalidad, que ojalá seamos capaces de recuperar cualquier septiembre, el buen hacer de los profesionales es la mejor medicina para suplir los recortes de los presupuestos públicos, se da por hecho el valor del esfuerzo que están realizando en esta emergencia.

Son, sin duda, lo mejor de nosotros. El espejo donde mirarnos, pues su vocación trasciende cualquier tipo de relación laboral y, por supuesto, interés personal.

En un mundo donde el individualismo o ultraliberalismo llama a desentenderse, con expresiones alentando el ‘autocuidado’ o del tipo ‘vive y deja vivir’, es encomiable su ejemplo.

Después vamos todos los demás. Claro. Toda la cadena alimentaria que nos ha permitido satisfacer nuestra necesidad básica de comer, con los inmigrantes en la base de la recolección y con las cajeras como último eslabón. El servicio de limpieza, desde los hospitales hasta la viaria. Cuerpos de seguridad, movilizados para reforzar el escudo sanitario. Empresarios capaces de mantener abierto o al ralentí su negocio. Trabajadores, por supuesto, de todos los sectores que no dudan en sumar el protocolo sanitario para sacar adelante todo el sistema productivo y de servicios. Un Gobierno, comunidades e instituciones comunitarias más o menos coordinadas que tienen claro cuál es el enemigo común. Mayores y niños.

Nadie esperaba que la tercera guerra mundial iba a ser contra un virus y que lo mejor para combatirlo era la solidaridad. Gracias a todos.