Si alguien quiere saber cómo funciona el mundo, que vaya a ver la película No mires arriba. El mundo que describe se parece mucho al que hemos visto en los años de pandemia de Covid, cuando se ha llevado al paroxismo una forma disparatada de experimentar la realidad que ha estado latente desde hace tiempo. Aunque no es el mundo lo que se describe, sino esa realidad paralela creada por políticos, medios y redes sociales y que termina por arrastrarnos a todos. Hemos llegado a un punto en el que del intento de hacer la sátira más salvaje resulta el realismo más exacto. El director de la película cuenta que cuando escuchó al presidente de los Estados Unidos sugerir la idea de tomar lejía para hacer frente al virus, se dijo: «Vale, vamos a hacer esto un poco más loco». Quería hacer una historia ficticia de anticipación, pero la realidad se le ha adelantado. Lo de menos es si el meteorito pulverizará el planeta pronto o tarde, lo que convierte la película en un retrato perfecto de nuestro mundo es la forma en que hemos decidido esperar el desastre: el arrogante, cínico, pueril, interesado e irresponsable desprecio por la realidad.

Hay dos momentos en la película que me parecen prodigiosos, en los que no sabes si llorar o reírte a carcajadas. El primero es cuando la presidenta y su inseparable asesor de comunicación optan fríamente por ignorar las advertencias del científico honesto que les da por primera vez la información sobre el meteorito, y ante cuyas evidencias replican: «Llamaremos a nuestros científicos». El segundo momento llega cuando, metidos en el caos, el mismo científico, ya devorado y desquiciado por los focos de la fama televisiva, se rebela con un desesperado arrebato de lucidez y grita en pleno prime time: «¡No todo tiene que ser divertido!».

Nadie se libra ya y esa es quizá la diferencia con respecto a épocas pasadas. La burbuja en la que actúan políticos, periodistas, intelectuales mediáticos y ciudadanos digitalizados lo contamina todo. Los políticos y los medios no tienen nada en contra del conocimiento… siempre y cuando este se ponga al servicio del poder o del espectáculo. Décadas atrás leíamos sobre todas estas cosas en ensayos sociológicos. Ahora tengo la impresión de que todas las advertencias se han cumplido. Vivimos en ese mundo ridículo, cuyo aspecto más inquietante es que al culpable hay que buscarlo en la comunicación, la forma en que la hemos corrompido. Nadie mira, nadie escucha, nadie habla. Nadie quiere mirar la realidad cuando esta no encaja con sus preferencias, ya sea el apocalipsis o cualquier otro desastre menor.

Un político arremete contra las macrogranjas y se desata un torrente de palabrería que impide cualquier intento de ver con claridad o comprender. Todo menos mirar las vacas, no vaya a ser que existan.