La pedagogía necesaria, por Leire Pajín

Han sido suficientes tan sólo unos días del recién estrenado año para volver a ser testigos de una de las armas más peligrosas a las que se enfrenta hoy nuestra democracia, «las campañas de desinformación masiva». Emitir deliberadamente bulos o tergiversar las declaraciones de un personaje público sacándolas de contexto con el fin de caricaturizar al mismo y emprender una campaña de desprestigio contra él consiguiendo así evitar algunos debates complejos o dañar una reputación no es un hecho nuevo, pero se ha ido amplificando exponencialmente con el impulso de las llamadas redes sociales. De hecho, cada vez que se abordan debates públicos que afectan a determinados intereses o que resultan eficaces para desgastar al adversario son utilizados una y otra vez con total impunidad por algunos líderes políticos y determinados supuestos analistas y líderes de opinión. Estos mensajes acaban siendo reenviados una y mil veces por una ciudadanía poco dada a contrastar lo que le llega a través de las redes sociales, ignorando en muchas ocasiones que formamos parte de un sistema de algoritmos que nos ofrece insistentemente aquello que queremos leer sin alternativas que despierten nuestra conciencia crítica.

Lo hemos vuelto a ver con la polémica surgida tras la entrevista concedida por el ministro Garzón a un medio internacional. Más allá de la oportunidad temporal del debate o de la importante discusión de fondo (la cantidad de ingesta de carne recomendada por la OMS y diferentes científicos como saludable y sostenible, la necesaria y urgente reducción de la contaminación y la regulación de los modelos de explotación ganadera y sus límites, de plena vigencia en la UE y en nuestro propio país, donde diferentes Comunidades autónomas y el Gobierno están regulando y limitando las llamadas macrogranjas), resulta interesante analizar por qué la entrevista pasó desapercibida el día de su publicación, por qué resultó entonces poco atractivo el titular que apelaba a la necesidad de reducir (que no de eliminar) el consumo carne y por qué se convirtió en trending topic unos días después, cuando una revista cercana a uno de los sectores afectados por el debate hace circular un extracto sacado de contexto y con un titular que no aparece en esos términos en la entrevista original y es amplificado por portavoces políticos de la derecha española, convirtiéndose en una campaña no para abordar el debate de fondo, sino para desacreditar a un miembro del Gobierno en la que acaban cayendo hasta los sectores más próximos al mismo. 

Algo parecido habíamos visto en el pasado como consecuencia de la regulación del consumo de alcohol o de tabaco. Lo realmente inquietante es que en un momento trascendental, donde debemos abordar con urgencia una compleja transición ecológica capaz de transformar profundamente nuestros sectores productivos y patrones de consumo, tener en cuenta el difícil equilibro entre la España urbana y la vaciada y garantizar una economía verde y sostenible, vamos a necesitar más que nunca debates rigurosos, portavoces públicos claros que hilen fino, profesionales entregados a la noble tarea de informar y toneladas de pedagogía y sensibilización si queremos llegar a buen puerto, mostrando empatía con los sectores afectados y convenciendo a una ciudadanía inmersa en una guerra de información contradictoria cada día más difícil de clarificar. 

Detrás de la polémica, Irune Ariño

La polémica generada en torno a las recientes declaraciones del ministro de Consumo acerca de lo desacertado que puede suponer que quien forma parte del Gobierno de una nación arremeta contra un sector industrial importante para su economía nos desvía de la necesidad de abrir un debate sosegado y alejado de sentimentalismos sobre la existencia de obligaciones para con el resto de animales. Convivimos con millones de animales a los que maltratamos en festejos populares o matamos en mataderos o granjas para luego comerlos. Muchos defensores de estas prácticas utilizan la indiscutible constatación de que estos no tienen el raciocinio de la mayoría de seres humanos para acusarlos de no ser agentes morales (no tener la capacidad de realizar juicios morales y hacerse responsable de sus propias acciones) y, por ende, de no ser sujetos de derecho. Pero no explican por qué la capacidad de comprender qué es un derecho y reclamarlo, así como realizar juicios morales, debe ser necesaria para la posesión de derechos. Si ese fuera el caso, no podríamos sostener por qué los bebés o las personas con algún tipo de discapacidad psíquica sí son titulares de ellos. 

Uno de los hallazgos más importantes realizados en las últimas décadas y que goza de un amplio consenso entre la comunidad científica, es que «los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia» (Low et al., 2012). Los animales no humanos no son seres inconscientes sino todo lo contrario, son capaces de experimentar sentimientos (buenos y malos) y ser conscientes de una variedad de estados y sensaciones como el placer y el sufrimiento. Son seres sintientes. Esta capacidad se manifiesta en conductas que solo pueden explicarse por la existencia de dicha capacidad: sentido de justicia en primates como los chimpancés (Proctor et al., 2013), autorreconocimiento en elefantes asiáticos (Plotnik et al., 2006), o cómo los delfines lloran la muerte de sus crías (Reggente et al., 2016), entre otras. 

Los animales no humanos actúan intencionalmente para sobrevivir y minimizar su sufrimiento. Son el tipo de seres que tienen (o pueden tener) intereses. De hecho, muchas especies de animales no podrían haber sobrevivido de no ser gracias a esta capacidad: la sintiencia es útil evolutivamente.

Autores como Henry Salt (1899) o Peter Singer (1975), entre muchos otros, han señalado que quienes tienen capacidad para sufrir y disfrutar deben estar protegidos contra el sufrimiento que otros individuos pueden provocarles. Dicho de otro modo, si los humanos huimos del sufrimiento y consideramos que morir es malo, no hay motivos para pensar que esto no sucede entre los animales no humanos. Por esto estamos obligados a abstenernos de infligirles dolor o sufrimiento.

Llegados a este punto cabe preguntarse si mantener un tipo de industria solo porque genera riqueza y puestos de trabajo es una razón suficiente para no oponerse a ella, sobre todo si existen sospechas razonables sobre el efecto que puede tener sobre el bienestar de otros individuos, incluyendo a los animales no humanos.