De las primeras palabras que se aprenden en francés cuando eres un alumno adulto como en mi caso, hay dos especialmente malsonantes: ‘merde’ y ‘putain’. Ambas se utilizan para enfatizar casi cualquier situación y expresar casi cualquier emoción, igual que nuestro ‘joder’ en español. ‘Enmerder’ no necesita traducción, pero la tiene en castellano. Enmierdar, o enmerdar, que es sinónimo según la RAE, significa ensuciar, o fastidiar al prójimo en sentido figurado. La traigo a colación porque ‘enmerder’ es la expresión utilizada por el presidente francés Emmanuel Macron para referirse a las intenciones que el Estado francés con relación a la vida de los no vacunados. Y no se le he escapado la expresión en privado, precisamente. Lo ha dicho en una entrevista a un medio impreso, y previa aprobación del borrador por parte de su gabinete. Es más, el portavoz del Elíseo se ha limitado a explicar cómo el Estado pretender joder (ya he dicho que las expresiones eran equivalentes) la vida diaria de los no vacunados, sin retirar en ningún momento la expresión o intentar edulcorarla.

Pero esto solo es un botón de muestra. El pasaporte de vacunación, que se le va a exigir prácticamente a todo el mundo al entrar en un recinto de ocio o en un espacio de trabajo en Francia, es solo una de las múltiples medidas que los Estados están imponiendo, sobre todo en la UE, para inducir a vacunarse al conjunto toda la población. Es casi imposible, por no decir imposible del todo, obligar a una persona a ponerse la vacuna. La alternativa es hacerle la vida imposible limitando su movilidad y la capacidad de relacionarse con otras personas, con el fin de evitar la propagación del virus. Todavía no se ha llegado en Europa al extremo de Filipinas, donde se ha prohibido, en algunas zonas de alta incidencia de contagios, que los no vacunados salgan de su casa, ni aún para ir a la compra o a la farmacia. En Italia, sin ir más lejos, se ha decretado la obligación de vacunarse a los mayores de cincuenta años. En una reacción típica del público británico, muchos de los opinantes en programas de radio con participación del público en directo, pedían la semana pasada al Gobierno que la Sanidad pública (el muy apreciado Servicio Nacional de Salud, NHS) no atienda a los enfermos de Covid que no estén vacunados. Y digo que es típico del público británico porque es el único país donde hay una opinión similar bastante asentada acerca de los fumadores y las personas obesas, a las que se discute el derecho de asistencia por parte de la sanidad pública.

También estamos en plena crisis relacionada con los derechos o obligaciones de los no vacunados  en el caso del jugador de tenis número uno del mundo, el serbio Novak Djokovic, al que se le niega el derecho a participar en el torneo de tenis australiano sin haber pasado previamente la cuarenta. Otros tenistas famosos, como Rafael Nadal o André Agassi, que fue un tiempo su entrenador, han recordado al tenista serbio que uno es libre de hacer lo que quiera, pero hay que atenerse a las consecuencias. La fanfarria nacionalista que acompaña a la actitud del tenista por una parte de sus compatriotas y algunos portavoces del Gobierno serbio nos retrotraen a la época oscura en la que los nacionales de este país azuzaron o participaron activamente en las últimas guerras balcánicas y en el intento de genocidio de la minoría albano kosovar.

Un caso aparte es el de los Estados Unidos, donde cualquier cosa se convierte últimamente en motivo de enfrentamiento entre las dos partes que se enfrentan de forma cainita dentro del país. Mi profesor de inglés, un neoyorkino afincado en Murcia desde hace veinte años, me confesaba que le da miedo viajar a Florida, donde vive su hermana, porque teme que le increpen en lugares públicos por llevar mascarilla. Allí, llevar mascarilla parece delatar una adscripción a los principios políticos del partido demócrata, por oposición a los republicanos trumpistas, que han muerto como moscas por la suicida prédica del jefe de su secta, empeñado en negar la evidencia para ocultar su nefasta gestión. Aunque Donald Trump afirmó en un mitin reciente que se había puesto la dosis de refuerzo, la locura de la secta trumpista no ve más razón para ello que la estrategia del jefe para recuperar el control del Congreso en las elecciones de mitad de legislatura que tendrán lugar en noviembre de este año y, a través de ello, recuperar la presidencia robada. Eso se llama ser más papistas que el papa.

Desde mi punto de vista, es importante diferenciar los tres grupos que conforman la tribu de los no vacunados. El primer grupo son los hipocondríacos, a los que comprendo perfectamente, porque yo lo soy. Woody Allen decía en una película, con su estilo peculiar hablando a cámara, que hay dos tipos de hipocondríacos: los que se hacen pruebas continuamente para confirmar que están enfermos, y los que no se hacen pruebas nunca para no enterarse si lo están. Los hipocondríacos que rechazan vacunarse lo hacen porque temen que, introduciendo algo extraño en su cuerpo, pudieran enfermar. Hasta cierto punto los comprendo.

El otro grupo son los conspiranoicos, que han aprendido en una fuente tan ‘fiable’ como las redes sociales, que las vacunas sirven para que te introduzcan un chip destinado a esclavizarte. Para definir a este grupo, me remito al conocido fraseo de José Mota en uno de sus esqueches: hay tontos, hay tontos muy tontos, y hay tontos a las finas hierbas con reducción al Pedro Ximénez.

Por último, está el tercer grupo, que son los vigoréxicos, veganos, o profesores de yoga en general, que piensan que su estilo de vida les protege de las enfermedades que aquejan a las personas normales, intoxicadas por la falta de meditación trascendental y practicantes un estilo de vida consumista merecedor de todo los que le pase. Es el grupo de personas que se creen en todas las circunstancias moralmente superiores al resto. De esos hemos vivido casos sonoros de arrepentimiento seguidos de llamamientos a la vacunación en sus lechos de muerte, con poco o nulo efecto, la verdad.

Sean cuales sean sus razones, está claro que el derecho a no vacunarse genera en la sociedad un derecho similar, pero de signo contrario, que consiste en limitar sus movimientos para que no contagien a personas inocentes causándoles la enfermedad o incluso la muerte. Sea por miedo, por estupidez o por soberbia, la respuesta social solo puede ser una ante su comportamiento: que les den.