No me puedo imaginar a los familiares y amigos de Almudena Grandes sentados en el salón de plenos del Ayuntamiento de Madrid en la sesión en que se la declare hija predilecta de la capital, aplaudiendo a quien la presidirá, el alcalde José Luis Martínez-Almeida, que ha dicho en letras gruesas que no merece tal dignidad. Ese tren ha pasado, otros días vendrán, y nuevas ediciones de sus libros que la harán poco menos que inmortal en su ciudad y en las nuestras. Tras la falta de respeto exhibida por el preboste conservador hacia una persona muerta, arrancada demasiado pronto de los suyos y de sus lectores, bien harían los tres concejales de izquierdas que lograron el compromiso de darle ese honor en romper su pacto y dejar al pobre hombre sin sus presupuestos. Así se vería obligado a arrastrarse un poquito más ante la ultraderecha, el público al que desea contentar lanzando sus dardos contra la escritora. Así se le haría muy larga la legislatura, como una buena novela de Grandes, a ese político que es más de tuits facilones y de titulares que se echan al monte.

El «chiquilicuatre de Génova» (Esperanza Aguirre dixit) ha inaugurado el año de ese PP que no se cree capaz de una mayoría absoluta. El que se justifica sin necesidad, atacando a quien no puede defenderse, débil con los fuertes y fuerte con los débiles. El que nunca tiene más remedio que hacer lo que otros mandan. Hace unos meses, él mismo reponía a toda prisa la calle en Vallecas del crucero Baleares, el barco desde el que se disparó contra la población civil en La Desbandá de la carretera de Málaga a Almería en 1937, matando a miles de personas, para cumplir una sentencia. No sé si escuché la recia voz de Almudena Grandes pronunciándose al respecto en la radio o me lo imaginé.

Se ha puesto de moda ciscarse en los muertos de los demás y alegrarse de las desgracias ajenas. Antes era un desagradable efecto al alza del anonimato en las redes sociales. Ahora los representantes de las instituciones cogen tan triste relevo porque todo se pega menos la hermosura.

Resulta chocante, pues los políticos tienden a tratarse entre ellos de forma cordial: Pablo Casado: «Tengo covid». Pedro Sánchez: «Le deseo una pronta recuperación». Se tiran flores en las tertulias y cenan juntos con las dietas que paga el contribuyente. La ira y los desplantes se reservan contra los trabajadores de la cultura, tú insultas a Elvira Lindo y yo ataco a Vargas Llosa; yo me alegro de que Antonio Resines esté en la UCI y tú de que Bertín Osborne se pase las Navidades confinado. Mi Gobierno le pone una medalla de oro a Pérez-Reverte, el tuyo a Sánchez Dragó y el otro a Javier Marías, y se monta una tangana monumental aunque no necesiten presea alguna, ni la hayan pedido. Yo odio a Ana Iris Simón sin haber leído su libro, y me encanta Karina Sainz Borgo sin haberla hojeado; me sumo a la jauría que detesta al pianista James Rhodes.

El lunes se preguntaba escandalizado el escritor Benjamín Prado quién cree Almeida que merece más que Almudena Grandes un reconocimiento de Madrid, qué lee el alcalde. Y se contestaba que nada. Coincido. En su paseo protocolario con Andrea Levy por la pasada feria del Libro, ella le aconsejó Memorias de un solterón de Emilia Pardo Bazán, qué momento tan simpático. Se arrojan novelas como chinitas, o para hacer sangre. Pero jamás se les ocurriría abrir una.