El sol no llega hasta el suelo cubierto de escarcha sobre el que se yerguen los postes que sostienen los adornos navideños, ahora apagados, estrellas blancas de nieve, campanas plateadas y ángeles congelados. Las palomas se acomodan en las cornisas. Debajo de la escarcha palpitan todos los inviernos pasados y todos los adioses duermen junto a los bailes, las borracheras, los disfraces. La acogedora oscuridad entre las luces de neón yace helada en la claridad del amanecer de una plaza que oculta bajo la corteza de los años las noches que temblaban de juventud y se alargaban como si no conocieran el tiempo. Ahora la plaza parece hechizada con la forma de los sueños olvidados, innecesarios ya en la urgencia del instante. La plaza creció invierno tras invierno y ahora parece otra, extraña, casi hostil cuando ya todos se han ido y de los sueños solo queda la escarcha.

Allá donde miro, el paisaje parece superpuesto, como si hubiera una capa sedimentada sobre otra que tapara el verdadero paisaje. Todo se me figura oculto. Es suficiente un cambio sutil, cualquier pequeño detalle, para descolocar el conjunto, como en esos sueños en los que por mucho que el escenario resulte familiar percibes una extrañeza que lo vuelve ajeno y te hace sentir un intruso en tu propia habitación. Pasa un año tras otro y cada uno supone un desvío más en el camino que creías haber tomado al principio. La vida se ha dado la vuelta. Tú sigues caminando, pero el suelo debajo de tus pies ha desaparecido. Tienes que seguir avanzando por un mundo que te ha sido arrebatado, donde todo lo que habías construido se aleja cada año más. Las cosas más cotidianas te parecen extrañas. Caminas por el reverso de la vida, como en un espejo. 

Solo el mar desnudo sigue vivo, abierto todavía por su inmensa puerta principal, inagotable, como si el tiempo no pudiera hacer mella en él, eternamente disponible. «Ama estos despojos de diciembre», escribe José Jiménez Lozano ante la visión de un paisaje destruido, porque son la prueba de nuevas promesas que, aunque resulten fallidas cada año, alumbran la vida. El mar, tan silencioso y solitario en estos días, se nos ofrece como un espejo diáfano de promesas que une el pasado con el futuro para envolver la vida con su sentido secreto. Lo que soñé, lo que temí, lo que anhelé aparecen de repente elevados por este sol radiante, suave, despojado ahora de su ardor. Puedo mostrar mi rostro hacia él, cerrando los ojos, y sentir en él que las cosas no se congelan, sino que permanecen intactas en su misterio como el vuelo de los pájaros, vertiginoso y confiado a la vez, suspendido en el aire, desdoblado en el espejo del mar.