D esde 1988 no he visto más especiales de televisión de Nochevieja que el de aquel año, y no necesariamente en la fecha correcta. Me refiero a La última cena, el programa de gran gala que TVE emitió cuando España era un país con ansia de incorrección y libertinaje, para lo cual se encargó el trabajo al artista más rompedor de la Movida madrileña. Ni Almodóvar, ni Alaska, ni Ouka Leele: el gran Javier Gurruchaga, que pese al pestañeo del éxito siempre ha sido un genio incomprendido. Nadie más que él hubiera podido montar un programa como ese. Ningún otro país podía haberlo dado en su televisión pública y ninguna otra época lo hubiera aceptado. (Miento: se aceptó poco, Gurruchaga se fue al cuerno al año siguiente).

En cuanto al elenco, La última cena es un desfile de estrellas medianas y grandes a lo largo de un montón de escenas grotescas, de monólogos melancólicos y patéticos, de actuaciones musicales brutales (además de los números de La Orquesta Mondragón sale nada menos que Elton John), lucha de clases y un jugosísimo concurso de pedos que ha pasado a la historia de la televisión. Se dejan ver por ahí Chus Lampreave, Félix Rotaeta, Albert Boadella, Marisa Paredes, Lola Gaos, Ana Obregón, Sara Montiel y una doble feísima de Pilar Miró que chilla «aquí mando yo», pues al parecer la burlada, jefa del Ente por aquel entonces, le pidió a Gurruchaga que diera mucha caña, «incluso a mí misma», y él le tomó la palabra. Así que ya sabéis, queridos niños: cuando el jefe te diga que le puedes dar caña, no lo hagáis.

La trama es sencilla. La familia de los Gurruchaga celebra un festín navideño en su mansión para la alta sociedad más pútrida de la galaxia, mientras en los sótanos donde curra el proletariado de las sirvientas y cocineros se prepara una sangrienta revolución y se escupe en el potaje. Escribieron la historia Juan Potau, Juan Carlos Eguillor y el propio Gurruchaga, que encarna a todos los miembros de su familia, desde los más nauseabundos a los más galantes. El programa se emitió de once a doce de la noche, en los últimos momentos antes de 1989, año del colapso de la URSS, con la firme intención de que la caída del telón de acero fuera algo menos memorable. Convirtió las cenas familiares en un festival de vómito y risa histérica y no había zapping donde refugiarse. Solo Gurruchaga podría superar esto, pero en la tele ya no le dejan entrar.