Esta mañana, durante unas horas, los índices de contagio, las terceras dosis, los nombres griegos de las variantes y todo lo demás, quedarán amortiguadas por la alegría musical de las bolitas de madera tintineando a los bombos. Quien más quien menos seguirá, ni quien sea de refilón, el sorteo del gordo con la secreta esperanza de que las niñas y los niños del colegio de San Ildefonso canten el número del décimo comprado en el bar donde se desayuna cada mañana o que los cuñados trajeron de sus vacaciones este verano.

Este sorteo es una de las tradiciones navideñas más antiguas. A principios del siglo XIX, cuando en las casas todavía no se ponían árboles cargados de guirnaldas ni los papa noeles lo habían infestado todo, los funcionarios de la corte del rey Carlos III copiaron las rifas que se hacían en Italia. Eran una buena manera de recaudar dinero para las arcas públicas, porque la realidad de la lotería es básicamente ésta: soñar con que seremos millonarios gastándonos una pequeña cantidad en un papelito. Y gracias a tanto sueño, el Estado va engordando sus presupuestos y puede hacer frente a los gastos.

En realidad ni españoles ni italianos fueron muy originales con estas estratagemas recaudatorias. La historia está llena de situaciones en las que el poder ha utilizado la lotería para obtener unos ingresos extras. En China, alrededor del siglo II aC, reinaba la dinastía Han. Gente con iniciativa y ganas de hacer cosas, pero que iban cortos de presupuesto. Para conseguir financiación extra tuvieron la ocurrencia de organizar algunos sorteos. Se dice que gracias a ello pudieron pagar la Gran Muralla que, por sus dimensiones, ya se ve que barata no fue.

Algo más tarde, en Roma, el emperador Augusto hizo algo similar para poder asumir los gastos de la ciudad más grande de la Europa de hace dos milenios. Además de premios en metálico también se podían ganar objetos de mayor o menor valor. Exactamente lo mismo que hizo la reina Isabel I de Inglaterra en 1569. Se vendieron 400.000 billetes a media libra cada uno para hacerse con el premio gordo de 5.000 libras. Los participantes también podían llevarse alguno de los muchos objetos que se rifaban. Además, para incentivar la venta, quien compraba un billete tenía inmunidad en caso de ser arrestado, salvo si era acusado de crímenes graves como asesinato o piratería.

Ni los países del nuevo mundo estaban libres de esa argucia. Ya en época colonial, en el territorio que ahora ocupa Estados Unidos se llevaron a cabo loterías tanto desde el ámbito privado como público para ofrecer apoyo económico en el despliegue de infraestructuras básicas como caminos, puentes o canales. Pero también para construir bibliotecas, escuelas o iglesias. Y para la guerra. En 1758, por ejemplo, en Massachussetts sirvió para preparar una expedición militar contra Canadá; mientras que el famoso Benjamin Franklin montó una para que Filadelfia pudiera comprar cañones nuevos para su defensa.

Está claro que no siempre salía bien. En 1823, EE UU organizó la Gran Lotería Nacional con un premio de 100.000 dólares. Los beneficios de la venta de los números tenían que servir para ampliar la ciudad de Washington DC, pero a la hora de realizar el sorteo su encargado huyó con el dinero. El ganador presentó una demanda y los jueces sentenciaron a su favor. En consecuencia, el Gobierno federal tuvo que entregarle la cantidad con la que estaba agraciado el número escogido.

Al insigne Voltaire no le hizo falta robar para hacerse rico con la lotería. Solo le fue necesario tener al matemático Condamine como uno de sus mejores amigos. En 1730, ambos descubrieron que la lotería francesa tenía un error de cálculo en la relación gasto-beneficio, que favorecía a los jugadores. Solo invirtiendo pequeñas sumas, Voltaire logró medio millón de libras, que literalmente le solucionaron la vida y pudo dedicarse a la filosofía. A ver si hay suerte y con el gordo de hoy ocurre lo mismo y se lo lleva alguien con una mente privilegiada que utilice el dinero por algo que no sea «tapar agujeros».