'La oportunidad', por Susana Camarero

En agosto de 2020, el rey Juan Carlos se marchaba de España tras dirigir una carta a su hijo, el rey Felipe VI, en ue explicaba que su partida pretendía «facilitar el ejercicio de sus funciones desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tan alta responsabilidad», ante la repercusión pública que estaban generando ciertos acontecimientos pasados de su vida privada. Una marcha para apartarse del foco mediático y político, intentando evitar causar a la Monarquía un daño que podía llegar a ser irreparable. 

Más de un año después, no hay razones para que no vuelva a casa, no está condenado, ni siquiera imputado. Un regreso que debe ser discreto, como la partida, eligiendo el cómo, el cuándo y el dónde. Aunque, tal y como está el panorama político y mediático, difícil será que no se convierta en un acontecimiento amarilleado por algunos, los mismos que pretenden convertir el Senado en un plató de Sálvame.

La vida del rey emérito tiene luces y sombras, como la de todos, pero es injustificable, inaceptable y escandalosa la persecución, el desprecio, la pena de telediario que está recibiendo por parte de esos que, desde siempre, pretenden acabar con la Corona, esos mismos que blanquean terroristas; que piden el indulto y agasajan a independentistas y secesionistas; los que apoyan a regímenes comunistas y chavistas. Que no creen en España ni en sus instituciones, que las atacan y maltratan desde dentro. Los mismos que quieren reescribir la historia de España señalando al emérito, porque atacarle y expulsarle de su país es el primer paso para acabar con la Monarquía que, sin duda, es su objetivo final.

Algunos, de forma interesada, ponen el foco en sus errores, pero olvidan lo más importante, que fue nuestro rey durante cuarenta años, artífice de la Transición, que contribuyó de forma decisiva al logro y mantenimiento de la democracia, a la consecución del régimen constitucional y que ha sido nuestro mejor embajador dentro y fuera de España.

He tenido la suerte y el honor, en mi época de secretaria de Estado, de conocer de cerca el trabajo de la Casa Real, de acompañar en numerosos actos a doña Sofía y a doña Letizia, y he podido apreciar su entrega, su dedicación, su profesionalidad, su sentido de Estado y su amor a España. He percibido cómo son de queridas, admiradas y respetadas por los españoles, pero también fuera de nuestras fronteras, lo que me reafirma en que el papel de la Familia Real es un activo que no podemos perder, que la Monarquía es una institución que debemos cuidar y proteger.

Por eso se equivoca Sánchez haciendo el juego a quienes quieren acabar con ella, porque atacar al rey emérito es cuestionar una modélica Transición, un tiempo de concordia, una época brillante de España que permitió la construcción del país que hoy disfrutamos. Aciertan Mariano Rajoy y Felipe González cuando afirman que, no habiendo razones para estar lejos, lo lógico es que regrese a España.

Don Juan Carlos ha cometido errores, sin duda, pero no se merece un exilio como el que está viviendo. En enero cumplirá 84 años, quizás sea el momento para esa deseada vuelta, discreta, tranquila pero oportuna. 

'No volverá', por Elena Valenciano

Es cierto que gran parte de las causas judiciales que se abrieron para investigar las irregularidades fiscales cometidas por Juan Carlos I van siendo archivadas, pero el juicio moral de la sociedad española sobre el comportamiento, en los últimos años, del rey emérito ya está visto para sentencia y es negativo. Juan Carlos I no es un ciudadano como otro cualquiera hasta tal punto que su nombre aparece, con todas sus letras, en el artículo 57 de la Constitución española. Ese hecho, además de la rigurosa descripción que hace el texto constitucional de las funciones de la Corona, obligan al rey emérito a comportarse con la máxima responsabilidad frente a su país y frente a la institución monárquica. El interés personal de Juan Carlos I, su comprensible deseo de volver a casa y su tristeza por estar tan lejos de España, deben supeditarse a un interés superior: el del Estado y de la sociedad española.

Nuestra Monarquía forma parte del pacto constitucional y por eso es obligación de los grupos parlamentarios que se inscriben en ese marco legal (y son todos porque todos ellos se sientan en las Cortes constitucionales) respetar a la Corona como un elemento fundamental de nuestro Estado de Derecho. Los anhelos republicanos son perfectamente legítimos pero sólo podrán realizarse a través de una transformación profunda de la Constitución vigente. Pero de momento, y si el Gobierno y el Parlamento están llamados a preservar el buen funcionamiento de la Corona, con mucho más motivo debe hacerlo quien la ostentó durante casi cuarenta años.

Juan Carlos I ya está en los libros de historia y su impecable gestión, tanto durante la Transición como en los momentos más difíciles de la consolidación democrática en España, no admite discusión. Ahora bien, el rey emérito no puede ignorar que sus errores personales y el más que dudoso manejo de su patrimonio han generado desde una gran decepción hasta una clara indignación entre la mayoría de los españoles. Y es por eso que a estas alturas cabe exigir al emérito un ejercicio de humildad y contención y el sometimiento de sus intereses a la voluntad de la Casa Real y del Gobierno.

El actual rey, Felipe VI ha demostrado un compromiso intachable con sus funciones constitucionales y ha sacrificado, seguramente con dolor, la relación personal con su padre y con parte de su familia más directa en favor del interés superior del Estado y del país. En este momento, Juan Carlos I le debe a su hijo el mismo respeto del que él disfrutó durante su largo reinado. 

El rey emérito acertó en su función monárquica y se equivocó gravemente en su comportamiento personal. Una manera de pedir perdón a todos los españoles es no añadir dificultades y problemas políticos a su país. Es humanamente comprensible que el rey emérito, en su soledad y con sus años, desee volver a España y, si decide hacerlo porque ha resuelto todos sus pleitos, no será fácil impedírselo. Pero es a él, a Juan Carlos I, a quien corresponde, en esta etapa final de su vida, estar a la altura de las circunstancias y de su propia figura histórica.