En el siglo XIX el mundo imperial europeo le dio por pegarse de leches para conseguir territorios en el continente africano. Es lo que se llamó ‘scramble for Africa’. Fue después de la Conferencia de Berlín cuando se desató el arrebato, en el que participaron británicos y franceses principalmente, pero en el que, debido al tamaño de la presa, hubo para todos: portugueses, alemanes, holandeses, italianos e incluso españoles. A todos ellos pareció irles bien, excepto a los italianos, que fueron derrotados por los abisinios, sus supuestos colonos; pero que aún así se quedaron con una parte del territorio en lo que hoy llamamos Eritrea. La peor suerte fue para los habitantes del Congo belga, a los que tocó en el reparto un genocida por nombre Leopoldo I y por cargo rey de los belgas, que se dedicó a experimentar con los nativos con crueldades que horrorizarían a los médicos de los campos de exterminio nazi. Esos mismos belgas, por cierto, cuyos descendientes nos dan lecciones de respeto democrático a cuenta del expresidente de la Generalitat catalana en fuga.

Podría decirse que África es el continente de las naciones fallidas, al punto que, en una visión sin matizar, nos parecería casi como un continente fallido. Fueron países que salieron del colonialismo con instituciones democráticas y una élite formada en Europa que abrazaba aparentemente los valores liberales. Incluso se celebraron ceremonias de independencia a bombo y platillo con la presencia de la reina británica Isabel II, que siguió siendo la soberana nominal de muchos de esas antiguas colonias dentro de ese invento político cultural llamado Commonwealth. 

En la guerra fría, muchos países africanos abandonaron las instituciones democráticas liberales y se apuntaron al bando soviético, más que nada para justificar su deriva autocrática y reprimir la libre expresión de sus ciudadanos, que reclamaban elecciones libres, Parlamentos representativos y gobernantes responsables ante la voluntad popular cada vez que tuvieron ocasión de manifestarlo. El último episodio de rebelión democrática ante otro ejemplo de ‘terceros mandatos’ en los que se camufla la vocación dictatorial de muchos presidentes africanos es el de Zambia. Afortunadamente (contra todo pronóstico) el presidente saliente no ha podido resistirse ante la rotunda voluntad popular expresada en las urnas y a las manifestaciones callejeras de este verano y finalmente ha dado paso al rotundo ganador de las elecciones, Hakainde Hichilema. No todo sale mal en África. No como la oleada de acontecimientos en diversos Estados árabes que con el nombre de ‘primavera árabe’ pareció acercar el norte de África y Oriente medio a procesos democráticos tan claramente anhelados por una población reprimida durante tanto tiempo. Esa primavera se convirtió en invierno con la reacción militar y antidemocrática en Egipto y Siria principalmente, y con la guerra fratricida en Siria que ha acabado con el aplastamiento de la mayoría suní por el criminal de guerra que preside el país.

A pesar de este contexto, África lleva muchos años dando señales de que se está convirtiendo en el próximo polo de desarrollo humano, económico y tecnológico del planeta. A pesar de conflictos como el que está asolando Etiopía, y de los focos de terrorismo yihadista en la franja del Sahel, en los antiguos territorios coloniales franceses, la verdad es que la situación tiende a estabilizarse en la mayor parte de países que cuentan, como África del Sur, Nigeria o Kenia. La Unión Africana, a pesar de sus vaivenes y cambios de nomenclatura, ejerce una influencia positiva en la situación, colaborando con la ONU en múltiples misiones de pacificación y reclamando la vuelta a regímenes civiles ante los frecuentes golpes del poder militar, incluido el reciente de Guinea, que fue saludado con alborozo en las calles por la población, harta de la incompetencia del presidente depuesto por los militares en un golpe palaciego. Libia, Somalia y Sudán parecen retomar el camino correcto, después de años de enfrentamientos civiles o de derivas caóticas. Solo Etiopía parece abocada a una espiral bélica sin un horizonte inmediato de solución. Muchos otros países viven en un cierto caos normalizado del que van emergiendo empresas e iniciativas públicas esperanzadoras. África parece destinada a saltarse un par de revoluciones industriales para entrar de lleno en la etapa tecnológica. Casi cada africano tiene ya un teléfono móvil que usa como banco y como herramienta de negocio.

Precisamente por eso, África atrae como un panal de rica miel a los grandes colosos políticos y económicos del momento, entre ellos China, Estados Unidos, Europa e incluso India. China es el ‘player’ más activo invirtiendo en puertos e infraestructuras como el ferrocarril, aumentando su influencia porque no exige ninguna buena gobernanza a cambio. Prestan dinero con largueza y miran a otro lado para no ver la corrupción que están alimentando. Llegado el momento, se quedan con el activo que ellos mismos han construido y financiado y aquí paz y después gloria. 

Por el contrario, Occidente en general y los países europeos en particular exigen unas garantías mínimas desde hace tiempo para que las ayudas al desarrollo que proporcionan no se pierdan en los bolsillos de la cleptocracia local. Occidente exige transparencia, por eso encargan a sus ONG distribuir las ayudas directas a la población, aunque a veces estas tengan que pagar un peaje al cacique local. Afortunadamente, cada vez más países africanos, y la misma población, han tomado nota de que la ayuda China no es desinteresada y, al final, hay que devolverla bajo amenaza de embargo. 

Muchos de estos países han engordado enormemente su deuda y se sienten atrapados por el acreedor que tan alegremente les prestó y ahora reclama su tajada de carne. La Comisión Europea ha anunciado recientemente un programa de financiación y ayudas a África de 300.000 millones de euros para competir directamente con la Nueva Ruta de la Seda promovida por los chinos. A pesar del pasado colonial, los ojos de los africanos están puestos en Occidente. La Unión Europea debe aprovechar esta circunstancia y ese deseo para abrir sus puertas a África, tanto a sus productos como a sus refugiados. De lo contrario, África corre el peligro de convertirse en la ‘sweat shop’ de los chinos. 

Sería irrisorio que acabáramos comprando como ‘made in China’ los productos que nuestros empresarios deberían estar fabricando e importando directamente de los países africanos, que, al fin y al cabo, están en nuestro patio trasero.