De Master Chef no he visto más que algunos fragmentos apenas atisbados en la hora tonta de zapear. Por lo poco visto, no me gustan ni el programa ni sus protagonistas. Pero era imposible, a menos que vivieras en Marte, no enterarte de que Verónica Forqué participaba en su última edición y de que en ella protagonizó algunas escenas estridentes. No sería honesto concluir que en ese programa recibió un empujón más de los que la condujeron al paso final que ha dado. Sí que era evidente que estaba pasando por algún tipo de desequilibrio. Imagino que alguien más ha tenido que darse cuenta también. Y, sin embargo, Verónica siguió en el programa. Y siguió porque las estridencias siempre venden y porque hay un acorchamiento general de la conciencia que hace que se amorren a la pantalla, como moscas a la mierda, masas crecientes de espectadores que no pueden vivir sin su dosis diaria de chirridos. Un poco de piedad habría hecho que Verónica dejara su participación —que tal vez nunca hubiera debido empezar— antes de que ella misma se retirase porque no podía más. El ‘yo acuso’ va dirigido contra esa ley suprema de la audiencia como último referente moral para el cada vez más bochornoso espectáculo de la televisión. Algo que es especialmente grave en un ente público.