Leía por ahí, estos días, que «ser adulto ha sido el deseo más estúpido que tuve de niño». Y es que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos fantaseado con la idea de convertirnos en seres libres e independientes, dueños de nuestras decisiones y responsables, únicos, de nuestras vidas. Sin embargo, con los años uno aprende que la idílica madurez y su liberación no son más que un juego de sombras proyectadas que ocultan, al otro lado de la caverna, cierta sumisión al sistema que deriva en frustración, apatía y desengaño. Y es así como, en muchos casos, nos convertimos en anodinos adultos faltos de ilusión, motivación, empatía y humanidad, alejándonos de aquellos prometedores chiquillos.

Es por estas fechas, con la llegada de la Navidad, cuando los insustanciales seres en los que, con bastante frecuencia, nos hemos transformado evocamos la alegría, el asombro y la admiración de aquellos años y recuperamos la esperanza de ser lo que un día quisimos en las vivencias de nuestros hijos. Sin duda, volver a la infancia no es más que nostalgia pero quizás necesitemos de ésta para alterar nuestra monótona y letárgica supervivencia regresando a la esencia de lo que somos o perseguimos, pero olvidamos en el proceso de crecimiento, y así hacer más interesante y sustancial nuestra existencia.

Al madurar, incorporamos recursos y capacidades a nuestra experiencia vital que nos ayudan a desenvolvernos con éxito en un mundo más agresivo, competitivo y bastante más despiadado y cruel que el de nuestra niñez, pero también abandonamos procesos e instintos mucho más naturales, que son igual de relevantes, propios de aquella inocencia.

Con la edad somos más desconfiados y temerosos, más egoístas, mucho menos sensibles, menos inocentes y empáticos. Así lo veo y lo ‘sufro’ (también habrá quien me sufra a mí) en los últimos tiempos, descubriendo que aquello que pensábamos que ‘nos haría mejores’ no ha sido del todo cierto. Tras una traumática experiencia colectiva como la que venimos resistiendo, hoy siento más irritación, enfado y mal humor generalizado en la gente. Falta mucha cercanía y tolerancia. Nos hemos vuelto demasiado prácticos y hemos desterrado, incluso de nuestros sueños, las grandes quimeras e ilusiones que teníamos de pequeños.

En ese sentido, me niego a crecer, como Peter Pan, porque lejos de complejos e inmadurez, esa pizca de niñez e inocencia es la que, en este aciago y adverso escenario, a mí, día a día me salva.