Una vez tuve el novio más guapo y talentoso que puedan imaginar, también el más canalla. Desde el fatídico diagnóstico de su enfermedad hasta que murió, apenas transcurrió una semana. Jamás nos hizo falta despedirnos, la libertad de ser dueños de nosotros mismos era el estandarte de esa relación, sabiendo de antemano que pronto volveríamos a vernos.

Cuando me llamaron para darme la noticia, reuní como pude la fuerza necesaria para asistir a su funeral mientras me preguntaba cómo actuar ante esa situación. Más de un año de relación me otorgaba el derecho a ejercer de viuda, a estar sentada a la derecha del féretro puesta de gafas negras para escuchar, paciente y bondadosa a la par que compungida a todos los que por allí pasarían. Tenía la seguridad del calor y la compañía de muchos amigos músicos que me arroparían, dado que el difunto era bien querido y admirado por todos. Todo irá bien, no estaré sola, era el mantra elegido durante el trayecto a esa ciudad norteña.

De luto impoluto, medias de red, gafas oscuras y un tacón a media asta me dispuse para afrontar lo que viniera. Parecía una copia rock de Jackie Kennedy en el funeral de Onassis, sólo me faltaba un collar de perlas cultivadas Bvlgary y el velo ortodoxo que cubriría mi cara y mis hombros, pero tanto a nivel espiritual como estructural, me parecía inaceptable para dar sepelio a un guitarrista.

Fue poner un pie en el tanatorio y mi mundo paró en seco. ¡Allí había otra viuda que no era yo! (Con peor atuendo y desgreñada, eso sí). Y no, no era una impostora que quiso suplantarme, era la de verdad, la viuda auténtica. Los mismos amigos que durante más de un año habían sido compañeros de viaje, conciertos y demás banalidades, abrazaban a esa chica que no tenía consuelo por haber perdido a mi novio, matizo, a nuestro novio. No me da una columna de periódico para describir todo lo que sentí, imaginen el mareo por tal despropósito, pero no era plan de rodar por las escaleras imitando a Bette Davis en ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), y ejercer un papel que ya no me correspondía.

Miré el cristal que separaba las flores y el ataúd del público allí concentrado sin dejar de tararear la dolorosa canción de Mari Trini Te amaré, te amo y te querré... Sólo quiero dejar claro ante ti que el amor siempre caza con honor... Qué error no dormir, qué error.

Comprendí por qué el muerto tachaba a sus amigos de camaradas, fueron leales hasta el final. Él sabía que todos los secretos de su doble vida estaban a salvo. Y entendí demasiado pronto que hay mujeres a las que el destino invita a crecer más rápido, a perdonar siempre. Somos las que estamos hechas de paciencia y de todo lo que nos ha ido en contra.