Estuve comiendo al aire libre, en el jardín de la casa de un amigo, sobre un césped que olía a hierba recién cortada. Mi amigo sonrió cuando escuchó mis halagos.

—Es césped artificial —dijo.

—¿Y el olor? —pregunté.

—El olor lo venden en botes de espray.

Los invitados no salíamos de nuestro asombro frente a la perfección de la copia.

—De este modo, ahorro el agua del riego —añadió mi amigo— y evito la proliferación de insectos.

A partir de ahí la conversación derivó hacia las cosas que se podían hacer con plástico, que eran prácticamente infinitas. De hecho, como éramos muchos y no tenían en la casa vajilla para tantos, habían comprado platos de plástico, además de copas y vasos que antes de tocarlos habríamos jurado que eran de loza y de cristal, respectivamente.

—El plástico es proteico —informó una de las invitadas, experta en materiales sintéticos—. Lo mismo que imita al césped, imita al mármol, al acero, al ladrillo, a la cerámica…

Deduje que el plástico tenía vocación de todo, pues en todo podía transformarse. Lo curioso, pensé, es que no había nada que tuviera vocación de plástico. No se ha dado el caso, por ejemplo, de una joya de oro que pretenda parecer de plástico, ni de un centollo de verdad que se haga pasar por un centollo de plástico, ni de una pistola auténtica capaz de confundirse con una de plástico. La realidad detesta el plástico, pero el plástico ama a la realidad, de ahí que adopte todas sus formas.

Cuando manifesté esta idea a mi anfitrión, objetó que las flores de verdad sí tenían vocación de ser flores de plástico. Acto seguido, me mostró un jarrón de rosas que parecían de plástico, pese a ser genuinas.

Abandoné la casa un poco confuso y convencido de que todo, en la vida, empezaba a ser un como si. El césped se presentaba como si fuera fidedigno, igual que los vasos, los platos, los cubiertos, etc. De otro lado, las rosas vegetales se manifestaban como si fueran falsificadas. ¿Había estado con mis amigos o con una réplica de ellos?