La maldad, por regla general, desaparece en la infancia. Se diluye en su paso hacia la vida adulta. El daño por el daño deja de tener sentido cuando aprendemos la lección de las consecuencias. Ese fervor oscuro va dejando espacio a otros humores, a otros peligros. La pereza, por ejemplo. O la imbecilidad, que es un monstruo que devora a carrillos llenos mi tiempo y mi paciencia. No soy la excepción, seguro que soy un memo para mucha gente. Pero me sorprende que algo tan refinado y artístico como ser un hijo de puta termine desembocando en el cutrerío y la chabacanería del papanatas. Estaba preparado para los viles, pero no para los necios. La vida adulta es sonrojante. Cuánto rey de lo pequeño. Cuánto silencioso vengativo. Uno nunca sabe de quién huir o a quién abrazarse. Tironeros emocionales. Vanidosos y quejicas. No quiero que parezca que estoy enfadado, es solo tristeza, o mejor: impotencia. Soy un perpetuo derrotado por la estupidez ajena. Víctima de una abulia que, como una densa mancha de petróleo, llena de negrura la vastedad turquesa de nuestra vida.

Quiero mantenerme en pie, pero me tiemblan las piernas. Soy un viajero que camina en círculos. Es hora de tomar decisiones. Decir que no a los demás es decir sí a nosotros mismos. Me lleva pasando un tiempo, un tiempo largo, tener que gestionar groserías de los demás. Sus excesos. ¿No os da la sensación de que la gente está un poco faltona? Con un ansia poco amorosa. Con urgencia por qué sé yo. Y lo que quema la responsabilidad. Normal que cada vez seamos más los que nos queramos refugiar en el calor de la intrascendencia. En el no dar un ruido. Entre la sedosa alambrada del hogar. 

No hay espacio para lo sublime. Nos agarramos a la inmediatez como una estampita. Nadie nos escucha porque todo el mundo está hablando a la vez. No quiero ser pesimista, pero no me importa mostrarme, por estas páginas, temeroso. Tengo pánico al embuste, al insulto y al desprecio. Tengo pánico a no saber qué contestar. Pánico a achantarme, a dejarme pisar, a aburrirme de esta existencia exigente. Y, sobre todo, pánico a no saber dar a mis hijos herramientas para transitar desde la infantil malicia al adulto cretinismo. Qué harán ellos cuando se enfrenten a la envidia, o a los odios blandos, o a las arbitrarias exclusiones. Qué harán ellos cuando un compañero malmeta, un jefe tiranice, un vendedor les engañe, un amigo les abandone, una señora les increpe, un político les regañe; cuando un vago vaguee y el trabajo les caiga, de repente, sobre la espalda, como una losa. Qué harán cuando la imbecilidad extraña se cebe con sus blancas y dulces carnes.

No es una deriva, quizá siempre fue así. Quizá la vida adulta siempre fue este zumbido poco acorde. Este barullo. Esta pila de papeles que salen volando porque una ventana quedó abierta.

Habitamos los centros comerciales. Compramos lotería. Hay una frágil evasión. Una reinvención de la mañana. Hay días en los que uno no puede ni salir de la cama, ni mirarse en el espejo, ni tirar hacia la calle cargando un cuerpo derruido. Miramos nuestro rostro en la ventana minúscula del Zoom. Las ojeras. Un cansancio como una túnica colorida. «Estar cansado tiene plumas, tiene plumas graciosas como un loro», escribió Luis Cernuda.

Y mirar alrededor, y sentir a tus iguales como cáscaras de castañas, huecas y espinosas. Vacías e hirientes. Pero sobre todo este temor a ser ya parte de esa ciudanía desganada y torpe. Peligrosa por pura dejadez. Altanera y desafiante. Whatsapps y correos. Chismes de escalera. La ciudad sombría que siempre se construye a espaldas. No es enfado, ni tristeza, decía. Solo incapacidad para hacer frente a la fusta del mascachapas, del lisonjero, del remolón. La vida adulta es una niñez apática. Nuestros templos son de aire, ni siquiera dejaremos ruinas como legado.