Era martes y para mí se terminaba la semana, no tanto porque no tuviera trabajo para el resto de los días como porque mi percepción del tiempo está muy alterada. Me asomo, desde este martes, al domingo próximo y resulta que se encuentra ahí mismo, puedo tocarlo con la mano. Ya estoy en el domingo, de hecho. Los días discurren con la violencia con la que el agua sale del grifo. Alguien ha abierto la llave del agua de los días y el tiempo torrencial, líquido, tempestuoso, me atraviesa. Ya es la Semana Santa próxima. Estoy afeitándome frente al espejo y el pelo de la cabeza se vuelve blanco con el discurrir de la maquinilla por la barba.

Salí a comer con un viejo amigo. Mientras charlábamos, lo veía envejecer. Cuando llegó el café ya estaba muerto y ya no nos encontrábamos en el restaurante, sino en el tanatorio. Yo le daba el pésame a la familia y firmaba unas palabras cariñosas en el libro expuesto al público. Ahora bien, este tiempo loco se precipita hacia atrás con el mismo ímpetu con el que corre hacia adelante, de modo que tras despedirme de la viuda y los hijos del finado regresé al restaurante donde continuaba de charla con mi viejo amigo, que casualmente, en ese momento, decía:

—El tiempo vuela.

—Y en todas las direcciones —añadí yo.

Al abandonar el restaurante, mi amigo encendió un cigarrillo. Yo no fumo, pero le pedí uno para recordar los viejos tiempos. Me supo a poco, pues se consumió casi antes de encenderlo.

—No duran nada los cigarrillos —dije.

—¿Quieres otro?

—Déjalo, no me lo has dado y ya me lo he fumado.

Mi amigo hizo un gesto de asentimiento, aunque no sé si me entendió. Volví caminando con el cuerpo a mi casa actual, aunque con la mente viajaba hacia la de mi infancia. Iba muy deprisa en ambas direcciones. Parecía que me había tomado un ácido o un hongo o un café muy cargado, no lo sé. Llegué agotado a las dos casas, a la de ahora y a la de entonces. Estaba realmente en dos sitios a la vez.

Dormí un rato y me desperté aquí. Era martes, pero ya se había terminado la semana.