Toda realidad, verdaderamente humana, está enraizada en una tradición que le da soporte y cuenta con unas circunstancias que la explican. La salvación cristiana, como realidad humana dependiente de la figura de Jesús de Nazaret, también tiene unas circunstancias que la explican y una tradición que la soporta. Según el relato del Evangelio de Lucas, Jesús tiene un precursor, Juan el Bautista, una tradición, los profetas de Israel, y unas circunstancias históricas en las que vivió y que explican en parte el hecho. Nos cuenta Lucas que el comienzo de todo fue en el año decimoquinto del emperador Tiberio, es decir, sobre el año 29 de la era actual. Además precisa los gobernantes que pudieron influir: Poncio Pilato como gobernador de Judea, Herodes Antipas tetrarca de Galilea y su hermano Felipe tetrarca de las regiones limítrofes. Asimismo, Anás y Caifás eran los sumos sacerdotes, aunque solo Caifás podía serlo, nombrar a su suegro como sumo sacerdote indica su influencia. Con estos datos es muy sencillo situar la vida pública de Jesús para cualquiera que en aquellos días leyera a Lucas o cualquier historiador actual.

Esas son las circunstancias históricas, pero hace falta conocer la tradición y esta no es otra que la tradición profética de Israel, que cuenta con grandes figuras como la citada de Isaías. Esta tradición profética clama contra la injusticia cometida por los poderosos contra los pobres y humildes. Da igual que los poderosos sean del propio pueblo de Israel, como el caso de los profetas Amós y Oseás, o que sean opresores externos como el tercer Isaías o Ezequiel. La cuestión es que Lucas pone a Jesús justo en esa tradición de crítica ante la opresión y de propuesta de una salvación que Dios va a propiciar, una salvación que incluye una transformación de la realidad social e incluso natural: los valles serán rellenados; los montes y las colinas rebajados. Se trata de una metáfora, claro está, pero que tiene que ver con la realidad natural. Cuando Dios intervenga, todo se nivelará, de modo que ya no habrá opresores y oprimidos. Esta es la voz que clama en el desierto según Isaías y que Lucas atribuye al precursor, Juan el Bautista.

Juan, que se ha ganado fama de profeta por llevar una vida ascética y por realizar una crítica directa al poder, motivo por el que será ejecutado por Herodes Antipas, realiza un discurso duro contra las componendas de los jefes del pueblo que pretenden vivir de la injusticia. Llama a una conversión radical que se debe expresar en un bautismo en el Jordán que simbolice una nueva entrada en la tierra prometida. Se trata de una acción simbólica. El pueblo abandona Jerusalén, se marcha al desierto, se arrepiente y vuelve a cruzar al Jordán para crear un nuevo pueblo de Dios que viva según la justicia. Este discurso implica un aviso exigente: «el hacha está tocando la base del árbol, el que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego». Pero, en la época de Jesús, este discurso era «una voz que clama en el desierto». El poder la puede controlar. Desde el desierto poco se puede hacer para derribar a los poderosos de sus tronos. El discurso de Jesús será diferente.

En la línea del Bautista, Jesús hará una propuesta de conversión, pero sin amenazas: «el Reino de Dios se acerca, transformad vuestra mente y creed en la Buena Noticia», este será su mensaje. La Buena noticia es que Dios está de parte de los oprimidos, de los pobres y humildes. Esto debe ser suficiente para que el pueblo entero se transforme y comience a vivir según la justicia. No se trata de amenazar, sino de invitar a una vida plena, pero esta invitación implicará una amenaza más potente que la de Juan para los poderosos de Jerusalén: Anás y Caifás, pero también Pilato, y hasta Tiberio, porque «toda carne verá la salvación».