La aurora de rosados dedos inunda la huerta con un manto que cubre con tenue fulgor las copas de los árboles, dorando los verdes nocturnos y frescos con el color de los aterciopelados duraznos. Hay un presagio de los tonos ocres, violáceos y amarillos, que tornarán más tarde, cuando el olor de la madera y la tierra emerjan al anochecer. Es el hálito que se propaga con telúrica pulsión desde el corazón mismo de la tierra. 

El otoño llegó con la más extensa paleta del pintor de estaciones, cuando el reino vegetal se prepara para un largo adormecimiento y la tierra anuncia el frío que vendrá. La sinfonía cromática y foliar no parece tener límites. Las semillas encapsuladas y los animales a refugio, mientras los humanos hacen acopio de leña, viandas y pescado en salazón o en aceite, vegetales en conserva y fruta confitada. Así fue desde tiempo inmemorial.

El viaje de Perséfonoe (Proserpina para los latinos) al inframundo de Hades (Plutón para los romanos), que entristece a Deméter (Ceres), es un mito transmitido de generación en generación, relatado por aedos, vates, poetas y maestros de cultura helénica y de lengua latina como Consuelo Álvarez Morán. Chelo alcanzó su jubileo el pasado curso con tanto entusiasmo como puso en su actividad académica. Recientemente asistimos a su ultima lectio, en la que nos habló de la inmanencia de la poesía latina de Horacio y Ovidio y de la huella de Augusto en ella.

Las letras latinas tuvieron su edad de oro con Augusto, en el periodo de paz más largo de la historia de Roma, la pax augustea. La imaginería oficial y las acuñaciones numismáticas no ocultan los claroscuros de su gobierno: puso fin a la República y sin embargo conservó sus instituciones, bien que desprovistas de su originaria esencia, al servicio de un poder carismático y absoluto. No usó el título de rey, pues los romanos abominaban de la monarquía desde Tarquinio el Soberbio, pero inauguró la época imperial, auténtica monarquía militar, y un significativo culto a la personalidad, que culminó en su apoteosis. 

Chelo desentraña los textos clásicos: qué dice, qué no dice, qué quería decir con lo que dice y qué con lo que no dice. De esa manera, nos cuenta que Ovidio era perfecto conocedor de que sus versos serían inmortales, que seguirían vivos durante siglos, cuando todo lo que le rodeaba, incluso el todopoderoso y divino Augusto, hubiera desaparecido. 

Ovidio tuvo inicialmente el favor de Augusto, copiosamente otorgado a través de Mecenas. Pero cayó en desgracia, como pasa en toda tiranía, y fue desterrado a Tomis (hoy, Constanza), en el Mar Negro. Para un romano, no había peor condena que el exilio y Ovidio nunca fue perdonado. Chelo nos hace observar que, a pesar de su dolor por la postergación, sus versos conservan expresiones laudatorias que aluden al César, como cuando describe la augusta gravedad de un personaje, pues nadie fue augusto antes que Octavio. Al cabo de los siglos, la imagen de Augusto sigue impoluta en los versos de Ovido, que llegó donde el divino César no alcanzó, a la eternidad del Parnaso literario.

Del análisis de textos de Chelo, detengámonos en una hermosa palabra que forma parte del homenaje a su magisterio universitario: laudatio son las palabras elogiosas, la alabanza a quien merece los laureles de un triunfo, sea militar, poético o académico. Laurel es el árbol en que se transformó Dafne acosada por Apolo, según cuenta Ovidio en sus Metamorfosis. Febo tomó el laurel bajo su protección y por eso se coronaba con sus hojas a quienes alcanzaban el éxito. Bernini representa el mito en una de las más delicadas y hermosas obras esculpidas en piedra marmórea. La composición de Bernini se ofrece al visitante de la Villa Borghese en Roma. Más accesibles, las Metamorfosis ovidianas se nos muestran en la edición de Cátedra preparada por Rosa Iglesias y Chelo Álvarez, laureadas ya por el lector atento en su Genealogía de los Dioses Paganos de Bocaccio. 

El ciclo de la vida es una continua transformación, no hay solución de continuidad y nada muere sin una resurrección. Nos cuenta Alejo Carpentier a través de su protagonista haitiano Ti Noel, conocedor de la magia negra, que el sentido de la vida está en el Reino de este Mundo, donde nacemos, vivimos y morimos para que otros lo hagan igualmente, porque nos continuamos en otros, que a su vez también tendrán continuidad. El ciclo eterno de la vida, el viaje infinito.

A Horacio debemos las primeras expresiones del beautus ille, que inspriró a Fray Luis de León, el colligo virgo rosas que retomó Garcilaso y el carpe diem que Robin Williams susurraba a sus alumnos en El club de los poetas muertos. Citados sus versos tantas veces sin saberlo, recorrió el camino inverso a Ovidio, pues militó en el partido de Bruto hasta la derrotado en Farfalla, en cambio, terminó protegido de Mecenas y por tanto beneficiado por el César, a quien alaba en sus Odas, una epicúrea invitación a la vida.

Ovidio y Horacio sobreviven en sus versos cada vez que los recitamos. Dialogamos con ellos a través del tiempo, sin temor a las proscripciones de Augusto, cuyo poder no sobrevivió a sus cenizas. 

Cuando los arqueólogos rescataron el Ara Pacis, el magnífico altar de la paz de inspiración helenística, poco añadieron a la imagen de Augusto. El césar es representado en un bajorrelieve esquinado, contemplando aquella paz de cuarenta años, forjada a hierro con la espada de Agripa, su mejor general. De la adulación de aquellos tiempos sólo quedan los versos de los grandes poetas como Horacio, Ovidio y Virgilio. ¿Los césares de hogaño tendrán plumas tan laureadas que les conserven para la posteridad? 

Nihil novum sub sole, que decían los clásicos, nada nuevo bajo el sol. Pero cada amanecer es distinto y nunca habrás visto el más hermoso.

Gaudeamus igitur, Chelo