Casi ningún Gobierno, del signo que sea, se sustrae a la tentación de intervenir en el mercado inmobiliario. Si son Gobiernos de derechas, otorgando facilidades y desgravaciones fiscales para favorecer a los compradores y rentistas. Si son de izquierdas, interviniendo en los mercados de alquiler para congraciarse con la parte del electorado más joven y con menor poder adquisitivo y castigar a los grandes tenedores, léase fondos de inversión americanos (popularmente conocidos como fondos buitre). Ya lo vimos en la época de Zapatero con bienintencionada y desastrosa experiencia de la Agencia Pública del Alquiler, y ahora lo estamos viendo con Sánchez y su aliado Podemos con el control de rentas que se anuncia en el proyecto de Ley de la Vivienda que se tramita en el Parlamento.

Y no solo en España. La ciudad de Berlín aprobó por referéndum que la Administración comprara los pisos pertenecientes a los fondos, que son dueños de 240.000 viviendas solo en esta ciudad. El resultado no es vinculante, pero el Ayuntamiento ya se ha adelantado invirtiendo 2.500 millones de euros en 14.000 viviendas y 500 locales de estos grandes propietarios. Probablemente solo exista un sector más regulado que la vivienda, que es el sector financiero. Y eso por la historia interminable de crisis y pánicos, algunos tan recientes como el de las hipotecas subprime en 2007. En Estados Unidos, el supuesto paraíso del libre mercado, el 60% de las hipotecas otorgadas por los bancos cuentan con el respaldo de entidades semipúblicas, conocidas por los peculiares nombres de Fannie Mae y Freddie Mac. Fueron creadas con capital federal en 1938 para salir de la Gran Depresión. Cuando se desató la crisis de la subprime, parcialmente privatizadas en la era Reagan ambas entidades tuvieron que ser rescatadas con fondos del Tesoro americano.

Es verdad que el derecho a disfrutar una vivienda digna está contemplado en la Constitución. Eso debería impulsar al Estado a procurar que nadie carezca de un techo sobre su cabeza, y no cualquier techo: un techo digno. Pero el Gobierno, en lugar de proporcionar vivienda a los que no pueden acceder a ella, encuentra más conveniente que el esfuerzo lo hagan los propietarios, y específicamente los propietarios de viviendas en las zonas ‘tensionadas’, como lo califica el proyecto de Ley. Es un patrón que se repite. En vez de asumir la impopularidad de cobrar de impuestos, elige un colectivo determinado y le obliga a financiar de su bolsillo las políticas sociales que beneficiarán a otros colectivos de los que esperan extraer votos. En mi pueblo eso se llama ser generosos a costa del bolsillo ajeno. El Estado no espera, como sería prudente, a que se generen las rentas para gravarlas. La imposición se produce sobre la marcha, perjudicando así a la actividad económica.

Un efecto perverso de esta estrategia es, por ejemplo, el limitar la compraventa de viviendas de segunda mano gravándolas con el oneroso Impuesto de Transmisiones Patrimoniales, y de esta forma perjudicando la movilidad de los trabajadores, que ven cómo vender una vivienda que poseen para comprar otra donde vayan a trabajar está seriamente penalizado fiscalmente. En Estados Unidos, este impuesto es del 1% e inexistente en la mayoría de Estados. A cambio, el equivalente allí del IBI (property tax) es muy superior al de aquí. No se trata de no recaudar impuestos, sino de que los impuestos graven la riqueza sin perjudicar su generación. No conviene poner palos en las ruedas, sino dejar con los procesos lleguen su fin y reclamar entonces la parte de la riqueza generada que se ha de redistribuir. Este ejemplo puede extenderse al infinito, empezando por las cargas sociales que gravan el contrato de trabajo y las penalizaciones por su cese que obligan al empleador.

Otro error lamentable del Estado es pretender hacer política social a costa de los propietarios de viviendas. El efecto que produce la limitación de alquileres es que los particulares retiren viviendas del mercado, dejándolas vacías o directamente vendiéndolas y poniendo el dinero en otros activos, incluso en otros países donde no haya tales limitaciones. En cuanto a los grandes fondos de Inversión, si les limitan sus rentas, no harán viviendas para alquilar en España, y se llevarán su dinero a donde les rente más. La consecuencia, en todos los supuestos, es menos viviendas para alquilar. La solución mágica del Gobierno es subvencionar a los inquilinos, otra estupidez donde las haya. Se ha demostrado repetidamente que este tipo de subvención favorece directamente a los propietarios, que subirán el alquiler en concordancia a su cuantía.

Parece que la solución más simple fuera del todo imposible. Y es que los ayuntamientos españoles, que cuentan con una inmensa cantidad de suelo, cedan una parte para la promoción de viviendas de renta limitada. Pero aquí nos enfrentamos al hecho de que los Ayuntamientos son los mayores especuladores de suelo en nuestro país, y tienen apalancados un gran número de solares esperando que el inevitable estrangulamiento urbanístico les proporcione pingües beneficios. Ante esa realidad insoslayable, suena a mofa el final del artículo constitucional sobre la vivienda, que habla de «regular la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación». Ya hemos visto en estos años la voracidad fiscal de los Ayuntamientos, que se saltan a la torera los derechos constitucionales de los ciudadanos cobrándoles el impuesto de plusvalía en ausencia manifiesta de cualesquiera plusvalías. A las sentencias del Tribunal Constitucional me remito.

A veces hay que aprender del pasado y ver lo bien que funcionaron los planes de Viviendas de Protección Oficial, un ejemplo de cómo la iniciativa del Estado cooperando con la empresa privada puede fomentar varias generaciones de propietarios con la correspondiente estabilidad familiar y social que proporciona. Con incentivos como un precio de módulo razonable, unidos con la facilidad de generación de suelo urbano planificado, se podría volver a dinamizar el mercado de la vivienda y, de paso, el sector de la construcción, sin perjudicar el derecho de propiedad y beneficiando de paso a los colectivos menos favorecidos.

 Se ha demostrado, por activa y por pasiva, que la mejor forma de ayudar a un ciudadano en precario es poniendo dinero en su bolsillo para que él determine sus prioridades. Intervenir directamente en el mercado solo facilita la economía sumergida e incentiva la pillería de la que no andamos precisamente escasos en este país.