De madera desgastada y oscura. Dividido en cuarenta y dos casillas. Una por apartamento. El 10 B era el de mi familia. ¿Hay carta? le preguntaba a diario a Juanjo, el portero, que custodiaba el casillero vecinal con mano firme. Los sobres ribeteados con rayas rojas y azules y sellos de otros países eran los que más ilusión me hacían. ‘Per via aerea’ llegaban los de Paolo al que conocí un verano de juventud en Birmingham y por el que me apunté a clases de italiano en la Societá Dante Alighieri de Murcia que en los sesenta fundó Antonio de Hoyos, al que siempre recordaré con sus camisas de flores paseando por La Ribera en su vieja bici. El guapo milanés de elegantes fulares y rizos rubios desapareció sin despedirse y yo pensé que moría de amor. Pero aquí sigo, revindicando la magia de las misivas.

Cuatro años fueron novios y, sin faltar un solo día, las cartas de mis padres se cruzaron entre Valencia, Madrid y Murcia. Cada vez que se lo cuento a mi sobrina Victoria que tiene diez años se ríe y me dice: «Tía Toya, eso solo pasa en las películas». No sé en el resto del mundo, pero dos de cada tres españoles ya no reciben ni envían cartas, según una encuesta de la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia (CNMC) del 2015. Imaginen los datos del 2021. Eso sí, a diario se mandan más de 100.000 millones de mensajes de Whatsapp y cerca de 3.000 millones de correos electrónicos. No me equivoco, esos son los números. Ni novios, ni familiares, ni amigos: a mí me escribe el banco, los del seguro médico y el Ayuntamiento para cobrar multas. Y el cartero solo llama a mi puerta para entregar paquetes de Amazon y libros. Tremenda pérdida la de la carta y qué bien lo relató Joan Margarit: «Lo que hemos perdido con las cartas es el tiempo entre una y otra. El tiempo asimilándola, releyéndola, hasta que nos sentábamos para responderla, el tiempo de llegada de nuestra respuesta, el de su asimilación por parte de otra persona».

En esta sociedad líquida, que con tanto acierto describió el filósofo polaco Zygmunt Bauman, en la que se han desvanecido las instituciones sólidas que marcaban nuestra realidad y donde todo lo que tenemos es cambiante y con fecha de caducidad, reivindico la carta como objeto consistente que se palpa, se toca y se siente como algo único. «Amado, ámame de manera diferente, más que los otros. No te enojes conmigo: has de acostumbrarte a mí, a como soy», escribió Marina Tsvietáieva a Rilke cuando se enteró de que había fallecido. Un ‘te quiero’ no debe esperar nunca; escriban a mano el suyo antes de que sea tarde y acabemos del todo con el amor a base de conferirle tanta flexibilidad, falta de consistencia y duración a nuestros vínculos afectivos. Y si no saben cómo hacer ni qué decir no encarguen en internet una cursi carta de amor con impresión de papel de oro escrita por otro y pidan consejo a las voluntarias del Club de Julieta, en Verona, que cada año, y como es tradición desde 1937 contestan a mano y de forma personalizada las miles y miles de misivas que reciben.