El escritor cubano Leonardo Padura luce en algunas fotos una camiseta que me chifla. De algodón negro, con letras blancas que dicen: «Soy un nostálgico de mierda», una frase de su detective habanero Mario Conde.

En efecto, la nostalgia es una caca y no tiene remedio. Me lo repito cada vez que paso por delante de uno de esos quioscos pijos, contados todavía, que han aparecido como amanitas extrañas de la pandemia a esta parte, tenderetes asépticos, con rótulos en inglés (smoothies, slowdrinks, healthy snacks), donde ofrecen café para llevar en vasos de cartón, revistas chulas y libros de arte escogidos. Lo de menos es la prensa de papel, cuya venta ha descendido en barrena por la revolución tecnológica y los nuevos hábitos de consumo. Leo en un informe que en la ciudad de Barcelona quedan 285 quioscos activos, sobre un total de 338; o sea, 53 permanecen cerrados a la espera de una oportunidad para salir del limbo.

Obedeciendo al sobado dictum del «renovarse o morir», el matrimonio chino que regenta uno de los quioscos del barrio ha resuelto añadir mercaderías atípicas a los periódicos de siempre, de manera que en verano ofrecen vestidos vaporosos de trapillo y ahora gorras de lana y bufandas para el frío. También venden libros de segunda mano y vinilos. El otro día me entretuve revolviendo en la caja de los discos, que a buen seguro debe de proceder de algún piso antiguo recién vaciado: las guitarras mágicas de Los Indios Tabajaras, Ray Conniff, El cóndor pasa y cosas así. Lo que se escuchaba en el hilo musical del dentista allá por los años 70. Otra vez el túnel pegajoso del tiempo.

En otra época, antes de la posverdad, había en Barcelona más de 400 quioscos, y llegó a arraigar la tradición de rematar la juerga nocturna pasando por la Rambla o el Drugstore para llevarse a casa un periódico recién hecho, como un pan que tiznaba los dedos de tinta. Cabeceras muchas de ellas engullidas por la nada, como El Noti, El Correo Catalán, Dicen, Diario de Barcelona y Tele/eXprés.

Parafraseando a Padura, también desaparecieron como polvo en el viento los quioscos de la infancia de los baby boomers, que somos legión, el cerdo en la serpiente pitón de las tablas demográficas, los nacidos en España entre 1958 y 1975, cuando la natalidad se disparó con el desarrollismo y el fin de los durísimos años de la posguerra. Al lado de mi cole había uno de madera pintada de verde botella. Tras los cristales refulgían los tebeos y las chucherías que nos gustaban entonces: chufas frescas, pipas, polvos Sidral para mojarlos en una barra de regaliz, chupachups Kojak con sabor de cereza. Y había petardos y Mixtos Garibaldi cuando se acercaban las verbenas. El viejo vendía también cigarrillos sueltos. Rex, Lola, 46, Ducados, Sombra. Y sobres sorpresa, cuyo nombre no acaba de comprenderse, pues siempre contenían lo mismo o parecido: soldaditos o enseres de cocina de plástico verde inyectado.

Eso es lo que nos espera, supongo, a los trece millones de boomers en la jubilación: un sobre sorpresa. Calderilla con rebaba.