El conductor del taxi resultó ser un cura. Vestía al menos una sotana impecable sobre la que destacaba la línea blanquísima del alzacuello.

—¿De verdad es usted sacerdote? —le pregunté.

—¿De verdad es usted pasajero? —respondió.

Luego permanecimos en un silencio hostil que finalmente rompió él explicándome, en buen tono, que gracias a aquel trabajo se sacaba un sobresueldo que le venía muy bien, pues tenía algún familiar incapacitado a su cargo.

—Además —añadió—, lo más parecido a un confesonario es un taxi. Aquí te cuentan todo. Algunos hasta me piden la absolución.

— ¿Y se la da?

—Si la gente se muestra arrepentida, ¿por qué no? ¿Y usted por qué es pasajero?

—Lo mío —le dije— no es por vocación. Preferiría hacer otra cosa, pero mi trabajo me obliga a viajar.

—¿Y cree en Dios? —inquirió de golpe.

—La verdad es que no —confesé.

—Pues yo sí, porque en el taxi se monta mucho el diablo.

—Yo habría jurado que le gusta más el metro —dije—. De hecho, hay una estación de Madrid en la que me lo encuentro con frecuencia.

—Así que no cree usted en Dios, pero cree en el Diablo —dijo.

Al ver que la conversación adquiría un tono un poco delirante, empecé a hablar del tiempo, pues llovía a cántaros desde que el cura me recogiera en el hotel para llevarme a la estación. La tormenta cursaba con gran aparato eléctrico. Un rayo iluminó de súbito el interior del taxi con un resplandor diabólico a cuya luz el sacerdote me observó a través del retrovisor con expresión de asombro.

— ¿A qué hora sale su tren? —preguntó.

—En media hora —dije.

Hicimos el resto del camino el silencio y al final, tras cobrar la carrera y entregarme el recibo, dijo que le extrañaba mucho que no le hubiera hecho una oferta por su alma.

—¿Por quién me toma? -le dije.

— ¿Por quién va a ser? —preguntó él.