No hay que engañarse. La última patochada de los diputados tránsfugas de Vox, que marcan el paso al Gobierno de López Miras, con lo del lenguaje inclusivo no es solo eso: va mucho más allá de lo que queda reseñado en los medios como hojarasca politiquera.

Cuestión previa. Lo de ‘última’ viene al caso porque antes tuvimos el intento de colar de rondón, y en contra de la legalidad vigente, lo del pin parental. Y porque desde hace tiempo se observa en el territorio gobernado desde San Esteban un boicó explícito o implícito a cosas como el derecho de las mujeres que lo quieran ejercer a abortar en su hospital de referencia, por citar un solo ejemplo.

Segunda. ‘Patochada’, porque los tránsfugas de Vox tiran por elevación, como con el pin parental, y, cuando se ve la inanidad de su propuesta por la imposibilidad de reflejarla en la normativa, vienen los próceres del PP, apoyados directamente por los otros tránsfugas, los de Cs con el presidente de la Asamblea de cooperador necesario, y convierten la cuestión en ‘presentable’ aguando el vino. El mal vino, en este caso, que de finuras no saben.

El resultado son pretendidas normas que serían estúpidas si no fueran importantes los asuntos en juego, y que en definitiva no van a ningún lado. Todo, eso sí, después de haber intentado retorcer la legalidad en aras de su ideología decimonónica sin obtener más que ruido mediático y, también, autoafirmación de los ‘suyos’ en el luminoso sendero reaccionario. RAE, ‘reaccionario’, acepción 2: «Que tiende a oponerse a cualquier innovación».

"Mientras cuestionan el aborto, el pin parental o el lenguaje inclusivo consiguen sacar del primer plano mediático la reversión del deterioro en Sanidad, Educación o Servicios Sociales, producto de sus políticas ‘liberalizadoras’".

La derecha española, y especialmente la murciana, parece haber leído a James Davison Hunter, o haber oído hablar de él, y se ha apuntado a una versión muy sui generis de la guerra cultural: o sea, ganar la lucha por la hegemonía en la superestructura social que enunció Antonio Gramsci. Lo que pasa es que, aquí y ahora y fieles a su pasado de los últimos siglos, ‘nuestra’ reacción no puede evitar su tendencia a echar el carro por las piedras: se les va la pinza y la montan sin darse cuenta. Entonces, se echan al monte y declaran la guerra cultural frente a la supuesta hegemonía también cultural de la izquierda. Esa que tiene y presume de superioridad moral, según algunos infaustos teóricos derechistas. ¿O derechonistas?

Empezaron hace tiempo negando el cambio climático, gracias a aquel primo de Rajoy que era más listo que el hambre y que vino a reforzar la ‘teoría de los hilillos de plastilina’ enunciada por su egregio pariente para explicar aquella casualidad malhadada que fue la catástrofe ambiental del Prestige. No han parado desde entonces. Pero ahora, usando a Vox de punta de lanza, favorecidos recientemente por las encuestas y jaleados cada vez más desde púlpitos y universidades católicas, van ya desmandados hacia la gloria eterna que les dará reencarnarse en nuevos salvadores de la moralidad de la patria. De la de ellos, claro.

Porque la de los demás no es tan cerrada y marcial como la pretenden con sus relatos moralistas y xenófobos. Relatos esos que, volviendo a ‘nuestra’ patria chica, ponen el corolario al corpus ideológico que intenta aplicar la extrema derecha (sean fieles a Vox o tránsfugas del partido por un quítame allá esos eurillos) donde la dejan; es decir, en las comunidades y ayuntamientos donde el PP los necesita para mantenerse o ganar el poder.

Entretanto, mientras cuestionan el aborto, el pin parental o el lenguaje inclusivo consiguen sacar del primer plano mediático la reversión del deterioro en Sanidad, Educación, Servicios Sociales, producto de las políticas ‘liberalizadoras’ ejecutadas por los Gobiernos de… ¿Quién era? El pasado no existe.