Sé que me ha salido un título pretencioso que promete aburrir a las ovejas, pero nada más lejos de la realidad. Lo que estamos viviendo actualmente en primera persona es el fin acelerado de una de esas gloriosas etapas de globalización que hacen que el mundo avance durante un período concreto a pasos agigantados. Después de esos períodos siguen otros marcados por el retraimiento del comercio y la interrupción de los flujos de personas y capital. Son los momentos en los que se refuerzan los lazos entre los miembros de las hordas, tribus, naciones o imperios, da igual el tamaño de la unidad de división. A los movimientos centrípetos siguen otros centrífugos. Pasa con los continentes, que de vez en cuando se juntan en una enésima versión de Pangea para después separarse entre ellos. Pasan cientos de millones de años, pero es un fenómeno recurrente. La separación provoca normalmente el nacimiento de nuevas especies y enriquece la diversidad biológica. Nada bueno, al contrario, sucede cuando la humanidad diverge y se separa por bloques, que normalmente acaban enfrentados.

La primera globalización contemporánea (por no remontarnos a la Edad Media, cuando el mundo era un territorio franco con apenas fronteras, excepto los muros de las ciudades y sus almonedas) sucede en el siglo XIX a partir de 1870. En esa época no existían pasaportes y las mercancías y las personas se movían con entera libertad por los cinco continentes. Las únicas barreras eran las de las inmensas distancias y el tiempo requerido para comunicarse. Ese período de globalización fue aprovechado por Occidente para sacar enormes ventajas económicas de la (a veces obligada a punta de bayoneta) apertura de los mercados de materias primas. La revolución industrial había provocado un fuerte avance en diversas tecnologías, y la armamentística y naviera fueron dos claves para favorecer la dominación del mundo, básicamente por británicos, franceses y el flamante imperialismo estadounidense. España, entonces una potencia con una historia de dos siglos en franca decadencia, era la más débil de la cohorte y los americanos se aprovecharon de la situación para apropiarse de los restos de nuestro imperio en el Caribe y en el Pacífico. Ese período de globalización terminó abruptamente con la Primera Guerra Mundial, con naciones agrupadas en poderosas alianzas que hicieron inevitable el enfrentamiento de todos contra todos, con las nefastas consecuencias que conocemos. A la primera Gran Guerra siguió la Segunda y su epígono final, la Guerra Fría. 

Después del triunfo indiscutible de Occidente sobre el imperio soviético y sus satélites, el mundo entró en un acelerado período de globalización que ha permitido multiplicar el comercio mundial y la riqueza general de las naciones, gracias en gran parte al auge de China. Este enorme país ha evolucionado desde un basurero de la historia económica hasta alcanzar en un período breve de tiempo una posición privilegiada como la segunda economía planetaria. Eso a costa, conviene entenderlo, de la destrucción de millones de los puestos de trabajo menos productivos en los países desarrollados, que vieron como la manufactura primero y la industria después, se deslocalizaba a las Zonas Especiales de una China reconvertida en la más eficiente maquinaria de producción amparada por un feroz sistema de capitalismo de Estado.

Precisamente esa situación, ayudada por la deriva autoritaria de grandes partes constitutivas del antiguo imperio soviético, están provocando un desacoplamiento imparable de Eurasia del mundo occidental, por un lado, y de la región Asia Pacífico por otra. Los últimos enfrentamientos entre esos bloques de dimensiones continentales dan fe de esas fuerzas tectónicas que están revolucionando la situación actual y amenazan con devolvernos a otra era oscura de guerras y enfrentamientos. 

Y si la cosa no pasa a mayores, es gracias a un concepto que parecía ya sepultado por la historia. Me refiero a la MAD (Mutual Assured Destruction) que el arsenal nuclear en manos de las partes enfrentadas garantiza en caso de conflicto generalizado. Pero eso no evita que asistamos cada día a estallidos de violencia y tensión entre los bloques, básicamente cuando se encuentran y chocan, igual que los continentes. Lo vemos en Bielorrusia, lo comprobamos en el Himalaya y en el Mar de China con las permanentes escaramuzas entre China, India y los países de la Región agrupados en la ASEAN. Evidenciado por esas situaciones de tensión, entendemos la preocupación estadounidense por reforzar los lazos con la Unión Europea, de un lado, e India y Australia por otro. Los recientes conflictos en Oriente Medio demuestran, por otra parte, hasta qué punto rusos y chinos pretenden extender su influencia en una parte del mudo que los norteamericanos y Europa dan prácticamente por perdida.

Así las cosas, estamos viviendo unos momentos de transición en el que la globalización sigue su curso aparente, más que nada por la inercia de las últimas décadas, mientras que el ‘desacoplamiento’ avanza a marchas forzadas. Por una parte, China y Rusia se han quitado de en medio los restos de apariencia democrática para mostrarse sin tapujos dictaduras autoritarias que no tienen empacho en encarcelar a sus disidentes y amenazar a sus vecinos insumidos. Por otra, Occidente divido e integrado al mismo tiempo por la bisagra estadounidense entre la Alianza de Indo Pacífico y el bloque europeo, entre los que se incluye, le guste o no, el Reino Unido. En ese contexto, Latinoamérica y África son espacios en disputa, donde los dos bloques, Eurasia y Occidente, luchan por ganar espacios de influencia, alineándose con las dictaduras o las democracias respectivamente. 

También en ese contexto hay que subrayar la declinante relevancia del yihadismo y la guerra contra el terrorismo. A los terroristas les va a salir cada vez más caro cometer atentados o consolidar territorios para futuros califatos. Lo hemos visto con la derrota del ISIS en Irak y Siria.

Cuando los intereses de Occidente y Eurasia confluyen, como en el caso del yihadismo, su fuerza combinada resulta letal. De hecho, lo único que puede ralentizar la deriva geopolítica continental son las causas compartidas. La lucha contra el calentamiento global debería ser la principal de ellas y la única esperanza que nos queda de vuelta a un mundo más pacífico globalizado.