Hay un supuesto diálogo entre Jesús y Pilato en la residencia del prefecto romano en la que Jesús es interrogado acerca de su pretensión regia. Se trata de un diálogo al que difícilmente tendrían acceso los discípulos de Jesús y que, por tanto, hemos de dar por creación literaria de la comunidad, probablemente con conocimiento de los que sí estuvieron allí, quienes lo acusaron ante Pilato. Por eso, hemos de intentar reconstruir el episodio para comprender qué significa.

Los jefes de los judíos, los sacerdotes y saduceos, quieren deshacerse de Jesús porque ha puesto en cuestión el orden social establecido con el Templo de Jerusalén como estructura de gobierno que está al servicio de los poderosos y de la dominación romana. Los ataques de Jesús contra este orden lo ponen en el punto de mira del poder judío. Mediante una delación consiguen saber dónde dormirá esa noche y lo prenden. Al no poder acusarlo por algún delito por el que poder aplicarle la pena de muerte, lo envían al prefecto bajo la acusación de lesa majestad al imperio: se ha declarado rey, dicen, y eso implica subvertir el orden romano en el que el único rey es el César. Pilato pretende aclarar este punto, según el relato, e interroga a Jesús. Jesús no niega ser rey, pero establece una caución: su reino no es como los reinos de este mundo. En los reinos de este mundo, los reyes tienen ejércitos que oprimen al pueblo y defienden al rey. Si su reino fuera así, él tendría un ejército que lo defendería. No, su reino es de otro modo. Es un reino, efectivamente, pues pretende organizar la vida de las personas de una manera concreta, la manera de Dios: justicia, amor y misericordia. Se trata de un reino donde de los pobres, «dichosos vosotros los pobres», viven en fraternidad y donde los ricos son despedidos vacíos, hasta que se conviertan, compartan sus bienes y se hagan pobres como sus hermanos. Se trata del proyecto vital de Jesús desde que abandonó al Bautista y comenzó su camino como predicador de la Buena Noticia de parte de Dios para los pobres.

Jesús se declara rey, sí, pero de un modo muy distinto a como son los reyes de este mundo. Sin embargo, el reino de este mundo, en este caso el Imperio romano, no puede aceptar que haya una manera alternativa de vivir para los seres humanos y se toma muy en serio la amenaza, aunque no tenga legiones que la ejecuten, por eso condena a muerte a Jesús. Y a una muerte ignominiosa, la mors agravata, que se aplica a los subversivos políticos. Jesús lo sabía muy bien porque, como dice el Evangelio de Juan, «para eso he venido». Su proyecto vital, su misión, es que el mundo se parezca al cielo, es traer el cielo a la tierra. Se trata de un proyecto hermoso y poderoso, pero de un proyecto que encuentra oposición en todos los que se benefician de un estado de cosas que les permite oprimir y enriquecerse. El proyecto de Dios, el mundo celestial, está resumido en las bienaventuranzas que Jesús propone como su programa político: dichosos los pobres, los que lloran, los hambrientos y los perseguidos. Y en su contraparte: ay de vosotros los ricos, los que reís y los satisfechos.

El Reino de Dios, por ser esa realidad alternativa de un mundo posible, es atacado constantemente por el reino de este mundo. Sus valedores son perseguidos y proscritos y su propuesta denostada y maldita. Sin embargo, desde los tiempos de Jesús, una manera tal de organizar la vida de los seres humanos es la única alternativa realista en un mundo que cada vez se acerca más a sus límites biofísicos y existenciales. Los que seguimos a Jesús, creemos que ese otro mundo es posible y lo seguimos llamando Reino de Dios.