Era una de sus frases-respuesta ante una afirmación palmaria o la expresión de una evidencia de perogrullo. Era, si acaso, lo más agresivo que se le podía escuchar a Juan Redondo durante las conversaciones que compartía con su numerosísima peña de amigos, semiamigos y satélites, la mayoría atraídos por la cerveza —su líquido favorito— y por su personalidad dicharachera, capaz de generar animados corrillos en pocos minutos.

Como periodista, de Juan Redondo ya han dicho aquí casi todo sus amigos profesionales (honesto, comprometido, riguroso con las fuentes…). Y en el subgénero de cronista o comentarista político, destacaba su agudeza y su capacidad para suscitar reacciones ‘sotto voce’ de fuentes que nunca reveló, pese a la gravedad de sus confidencias. Expresiones como un ‘veterano sindicalista’, el ‘gabinete de la Alcaldía’ o ‘fuentes cercanas a la Ejecutiva’ le servían para identificar el suministro de noticias que a menudo producían auténticas convulsiones en la rutina administrativa y política. Sus atípicos análisis de la vida pública, con cierta sorna como música de fondo, eran muy comentados, sobre todo en esos círculos que, siendo responsables de la gobernanza, están más pendientes de lo que se dice de ellos (aunque sea para mal) que de lo que hacen. En las campañas electorales que le tocó cubrir, en el carrusel de entrevistas que conllevan, nunca masacró al candidato o candidata aunque el personaje lo mereciese, pero sí supo extraer lo más sustancial, que con frecuencia era poca cosa dada la creciente rigidez de los argumentarios de los partidos.

Tuve el privilegio de ser su compañero en tres periódicos de la Región, incluido éste, y en dos de ellos me tocó, como jefe suyo, apremiarle para cerrar sus artículos, en muchas ocasiones pendientes de una llamada telefónica o la corrección de unos matices. Pero siempre llegaba, aunque fuera el último en entregar, y su artículo muy a menudo era el más leído al día siguiente.

Además de su labor periodística, fue llamado a participar en otro subgénero como la tertulia radiofónica, donde también lo hizo con éxito frente a ‘pesos pesados’ de la política regional, a quienes ponía en un brete con su dialéctica castellana del sentido común y el constante uso de la ironía. Eso sí: ni en la prensa ni en la radio ni en la vida hizo uso del cinismo o el sarcasmo. Su sentido del humor, apoyado en las paradojas de la realidad social y política, derribaba cualquier desconfianza.

En los últimos años, cuando el declive físico iba imponiéndose, no renunció a tertuliar con sus amigos más cercanos. El arriba firmante tuvo el placer de compartir horas y horas de charla y cerveza mientras aguantaron los cuerpos. Comentábamos sobre la estrambótica situación política regional y nacional, sobre las amistades comunes, sobre la vida de joven en el pueblo… Pero, sobre todo, eran los libros el asunto principal que nos ocupaba. Gran lector y asiduo de las bibliotecas municipales, sabía de la buena literatura y conocía la obra de Mendoza, Marsé, Ferlosio y otros muchos de los grandes, aunque no renunciaba al consumo de novelas de Marcial Lafuente Estefanía y otras del estilo.

Cerca del final que más o menos sabíamos próximo, el teléfono era nuestro enlace. Las averías físicas procuramos llevarlas con cierto sentido del humor, improvisando ironías sobre médicos, enfermeras, medicamentos y cacharros de ortopedia, entre otros chascarrillos de índole diversa. Estoico y un punto anarco, a Juan Redondo le pudo siempre la dignidad, y la llevaba discretamente puesta, al igual que sus barbas, como una especie de aura.

Su marcha nos ha jodido de verdad. No todo el mundo puede decir que ha sido tan querido por tirios y troyanos. Al final descansará en sus añorados aires canarios.