La divulgación de información personal por parte de otros y casi siempre falsa, así como los actos de ciberagresión, muestran, por lo general, unas características muy concretas como son el anonimato del agresor, la velocidad y alcance del mensaje que quieren propagar y el daño recurrente al que somete a su víctima. Esa de la que todos nos olvidamos porque, claro, algo habrá hecho. A casi nadie importan los daños psicológicos causados así como la angustia emocional y la preocupación que se instala. Pocos hacen algo por evitar que pase.

Las redes sociales nos exponen mucho más de lo que creemos, aun pensando que somos cuidadosas con el contenido que publicamos y la información que facilitamos, dando por hecho que nuestras vivencias, viajes, pensamientos, miserias o platos cocinados no interesan a nadie. Horas de trabajo a cambio de unos pocos likes, el esfuerzo absoluto para obtener un puñado de comentarios gratificantes. Todo correcto.

El problema es, y esto es más serio de lo que parece, cuando se nos cruzan personas peligrosas con un interés desmesurado por nuestra vida privada, seres que al verse ignorados muestran unas ganas infinitas de hacer daño. Y créanme si les digo que el mismo que te ciberacosa, el que manda fotos denigrantes acompañadas de textos fuera de lugar, el o la que se esconde tras un nick falso para sentirse con total impunidad y hacer de su capa un sayo, es el mismo al que, con nuestro silencio estamos empoderando soberanamente. El mismo que se cruza contigo por la calle creyéndose con el derecho a una mirada desafiante o a soltar la lindeza que le plazca.

Son muchos años en trabajos donde mis horarios no contemplan madrugadas. Demasiados yendo sola a recoger el coche para volver a casa tras una jornada interminable; con el corazón a mil, debido al miedo que da sentirse observada, y en ocasiones hasta perseguida por el lumbrera de turno, ese al que nunca le pasa nada. El desgraciado que huele tu inquietud y se excita al saberse poderoso, como si de Elephant de Tame Impala, hablase la canción. ¡Y ya está bien! esto no pretende ser un alegato feminista, va más allá. Porque cualquiera que gratuitamente se atreve a insultar, humillar u ofenderte, está rebasando limites, delinquiendo.

Ya no basta hacer caso de lo que buenamente te aconsejan, correr más rápido sin mirar atrás, mantener tus detalles personales en privado o dejar de publicar durante un tiempo. Aquí no cabe un solo «Catfish» (Nev Schulman/Kamie Crawford, 2010) como acto de crear una identidad falsa para atraer las relaciones en la red. A los ciberacosadores hay que desenmascararlos antes de que arruinen vidas, agarrarles por la pechera y pegarles un par de sacudidas para que su hombría de cartón pluma se vaya por el desagüe.