El muro cayó y fue lo más maravilloso que pudo suceder: nunca vi a tanta gente feliz al mismo tiempo.

Un 9 de noviembre de hace más de treinta años cayó el muro de Berlín, el telón de acero, o el muro de la vergüenza, como quieras llamarlo. Es necesario que nuestros hijos sepan que hubo una guerra (bueno, ha habido muchas) pero que, en ésta, se castigó a Alemania, como iniciadora del conflicto, con la condena de verse repartida entre los vencedores. Quedó partida en dos, un lado para el eje occidental, capitalista y democrático, y otro, que quedó en la zona de ocupación soviética.

La puerta de Brandeburgo se cerró el 13 de agosto de 1961 y permaneció así hasta 1989. Durante todo ese tiempo, los pobreticos desgraciados que quedaron en lado oriental tuvieron prohibido salir al extranjero, importar productos, o montar negocios. Parece que estemos hablando de la Edad Media, pero fue en el siglo XX. Bendiciones del comunismo en estado puro.

Cuando por fin se abrió el muro, Sandra, una chica de Berlín occidental que conocí en mi año de Erasmus, contaba cómo fue ver a los berlineses orientales, paseando por el lado libre, con caras de asombro, una vez que salieron al exterior de su gueto. Y cómo se les distinguía de lejos, además, por su aspecto y sus atuendos de estética comunista.

Pero las diferencias entre una y otra Alemania no eran sólo superficiales. El lado occidental era una potencia económica, mientras que, en el oriental, el comunismo había provocado un desastre financiero. La romántica unión de las dos Alemanias traía bajo el brazo el desafío, ímprobo, de que medio país se echara a los hombros al otro medio. Sin embargo, no hay muros que puedan más que la voluntad, y los alemanes estaban convencidos de que valía la pena conseguirlo. Es curioso que hoy estén despidiendo con vítores a Angela Merkel, la líder que les ha colocado a la cabeza de Europa, precisamente una alemana del lado oriental.

Antes de todo aquello, durante la ocupación nazi, en la guerra que dio lugar a ese disparate del muro y de las dos Alemanias, una niña llamada Francine Christophe y su madre fueron deportadas al campo de exterminio de Bergen Belsen. Llevaban, como único salvavidas, unas onzas de chocolate, para un chute energético de emergencia. Un tesoro en aquellas circunstancias. En su mismo barracón, también vivía una chica, Helene, que tuvo la mala suerte de parir allí. La madre y la hija, antes de que Helene muriera por el esfuerzo del parto, decidieron darle su chocolate, y ayudarle a sobrevivir. Milagrosamente, la chica y su bebé vivieron. Y de aquel sacrificio generoso, no salió perdiendo nadie: la guerra terminó, y cada uno pudo volver a su vida.

Al cabo de muchos años, cuando la niña de la historia era ya abuela, una chica se le acercó, preguntando si era ella Francine Christophe. La chica entonces se presentó por su nombre, y llevándose la mano al bolsillo, sacó unas onzas de chocolate. «Yo soy la bebé».

Por suerte para aquella bebé, cuando ella nació, la generosidad y solidaridad de Francine y su madre tuvieron más fuerza que el muro del egoísmo. Del mismo modo que los alemanes afrontaron la gesta de rescatar del comunismo a sus vecinos, y no hubo muro que se lo impidiera.

Algunas veces tropezamos con muros que hay que derribar. Lo decía Nana Mouskouri, derribar esos muros, sólo trae felicidad.