La soledad y el vacío de una mujer que decide abortar no acaba cuando abandona la clínica donde se ha llevado acabo el proceso de interrupción. Tampoco empieza con un test positivo. Mientras la educación sexual a nuestros hijos se tome como asignatura secundaria con matices vergonzantes, seguirá siendo una experiencia profundamente triste y humillante para quien lo viva. Sólo en España se registraron el año pasado 99.149 interrupciones voluntarias del embarazo, siendo más de 10.000 de ellas a menores de entre 14-18 años, y esto sí es alarmante. Durante más de quince años he trabajado codo con codo con mujeres, y os puedo afirmar que muy pocas que se sepan embarazadas quieren voluntariamente arrancar de su cuerpo algo cuyo latido han escuchado previamente. Por tanto, no somos nadie para juzgarlas por llevar a cabo una opción que, cuánto menos, embarca una dura y difícil decisión, cuya diferencia entre hacerlo o no, implica un proyecto de vida para ellas. 

Porque este acto casi nunca espera nada de los hombres, otra asimetría sexual, ya que somos nosotras las que nos quedamos embarazadas y por ello nos hacen sentirnos absolutas responsables. La mayoría de chicas que acudían a la consulta con intención de hacerlo venían solas, acompañadas por una amiga o, en el mejor de los casos, con su madre. A pocos parejos recuerdo a su lado. 

No queremos ser conscientes de que esta sociedad vuelca toda responsabilidad sobre la que se preña, una traición como otra, cargada de menosprecio hacia las secuelas físicas que puedan suceder, amén de las psicológicas. Os aseguro que pocas vuelven a tener un día en el que no recuerden ese momento que además ha de vivir en el más absoluto secreto ante nuestra incapacidad de aceptar el sacrificio que les puede suponer poner fin a la vida de su propio hijo. Bajar, como Semele, al inframundo a esperar el perdón. En este caso, concedido por los pocos facultativos que no imponen su objeción de conciencia dentro de una sanidad pública (gasto añadido), ya que el 80% opta por una clínica privada donde tampoco se encuentran con un camino de rosas desde el momento en que se las insta a la reflexión cómo si vinieran sin pensar de casa. 

Si tengo que posicionarme, como mujer y trabajadora sanitaria, me defino antiabortista; porque nunca he tenido un embarazo no deseado fruto de una violación, porque nunca estuve sola para tomar una decisión de esta índole, porque nunca me han diagnosticado una malformación fetal compatible con la vida y porque, por fortuna, laboralmente he crecido rodeada de profesionales que me han enseñado cuáles son los derechos sexuales y reproductivos, ayudando a cientos de mujeres a conocer las alternativas y la prevención.