Mi padre nació en agosto de 1928. Cuando empezó la Guerra Civil tenía, pues, ocho años. Su familia era propietaria del Horno del Castillo, convertido hoy en Museo del Horno del Consejo y casa del Folklore. En la página web del Ayuntamiento de Molina de Segura puede leerse al respecto lo siguiente, resumo:

«Se trata de un edificio de dos plantas, un singular ejemplo de la arquitectura popular de los siglos XVII-XVIII […]. Fue el único horno de la ciudad hasta el siglo XVIII, y mantiene su estructura original, realizada con la técnica del tapial, destacando su impresionante horno de estilo moruno. Su historia se remonta como mínimo a la Edad Media. La referencia más antigua la encontramos en 1491 con la fundación del mayorazgo de los Vélez por parte de los Reyes Católicos. Perteneció al Concejo de Molina, del que pasó al marqués de los Vélez. Desde entonces tuvo distintos propietarios [incluida mi familia], manteniéndose su uso hasta los años 70 del siglo XX».

Hasta aquí la referencia histórica.

Si te colocas de espaldas a la puerta principal del edificio y bajas directamente a la calle que se abre frente a él, llegarás a la iglesia de la Asunción, donde me bautizaron. Mi infancia está íntimamente vinculada a esos lugares.

El horno lo regentaba mi padrino, Francisco López Conesa, y su mujer, mi madrina, ayudados ambos por mi abuela Dolores (la hermana de él), que era viuda, y por sus dos hijos: mi padre, Matías, apodado, con poca imaginación, bien es cierto, el del Horno, y mi tío Cipriano.

Siendo ya niño mi padre ayudaba a recoger las tablas de pan que las familias del pueblo traían para hornear, y las devolvía después a sus casas, una vez cocido el pan o los dulces, si era temporada de esas delicadezas.

Como su nombre indica, el horno está situado en la zona alta del Castillo de Molina, rica en leyendas. Entre ellas la típica del pasadizo que conectaba el castillo de los moros con el río; un pasadizo secreto, repleto de tesoros ocultos que los niños queríamos encontrar. Qué de humedades, qué de esqueletos habitaban en nuestra fantasía ese pasadizo húmedo y oculto. Se afirmaba que para penetrar en él había que sortear la estatua de un guerrero armado con una cimitarra gigante, que descargaría sobre la cabeza del intruso apenas activase con su presencia el mecanismo, de ingenio sin igual, que los siniestros ingenieros musulmanes habían ideado para cortarle la cabeza. Advertirán ustedes la incorrección política del asunto. Eran otros tiempos.

Entonces las cosas eran así, las calles no tenían iluminación y, cuenta mi padre que, durante la guerra, era frecuente cruzarse por la noche con fantasmas. Se trataba de figuras aparentemente humanas que, cubiertas por sábanas blancas, recorrían las calles en silencio, buscando nadie sabía qué. O sí que alguien lo sabía.

Él no había visto todavía ninguno, aunque conocía de oídas su existencia. Pero aquella madrugada de difuntos cogió como de costumbre la tabla del pan cocido para llevarla a casa de una clienta, se la puso sobre su pequeña cabeza de ocho años, protegiéndola previamente con la masera, un rollo de tela relleno de serrín que la protegía de la dureza de la tabla, confeccionado con mimo por mi abuela, y se dispuso a cumplir con su misión.

El niño que era mi padre echó a andar hacia una calle cercana al castillo cuando, al llegar a la orilla de la acequia que lo circunda en parte, vio una figura blanca que salía de un callejón y se detuvo, muerto de miedo. La noche de difuntos es más propicia que ninguna otra para hacer volar la imaginación, y aquel niño pensó que había llegado prematuramente su hora y que el fantasma que tenía frente a él se lo llevaría consigo a saber a qué oscuros reinos de ultratumba. Imagino que directamente al infierno, porque mi padre era y es muy creyente.

El niño rezaba, dispuesto a morir, pero el fantasma no parecía tener intenciones de matarlo. Por el contrario, se hizo a un lado para dejarlo pasar, lo reconoció y, con una voz en absoluto salida de ultratumba, le dijo:

—Tira pa’lante, hornerillo, que contigo no va na’.

Y él así lo hizo.

Apenas llegó al horno, mi padre le contó a mi abuela lo que había sucedido, y la familia, entre risas, le desveló para tranquilizarlo el nudo del misterio: aquellos fantasmas eran hombres disfrazados, amantes de algunas mujeres cuyos maridos estaban aún en la guerra, o ya habían muerto en ella. Hombres que acudían sigilosamente a su cita con el amor o con el sexo, y que accedían ‘discretamente’ a las casas de sus amantes protegidos por las sábanas blancas y por la superstición.

Mi padre tiene ahora 93 años. Me ha contado esta historia cientos, miles de veces, utilizando, casi, idénticas palabras. Aún así, cada vez que se la escucho me parece ver en sus ojos de anciano al niño asustado que fue, paralizado todavía por el miedo.