Hay personas que llegan a nuestra vida para permanecer siempre. Otras, la atravesaron para transformarla y mejorarla pero con el tiempo se desvanecieron; sin embargo, que no estén no es algo necesariamente negativo, pues cumplieron una bonita misión u honroso propósito. Hay quienes la transitaron sin apenas hacer ruido y sin ruido se fueron. Los hay, también, bastante más escandalosos, sobre todo para salir. Pero de estos últimos mejor ni hablamos. Sea como fuere la experiencia, todos somos una extraña suma de unos y otros. Porque nadie queda indemne al paso de otro.

A veces, rememoro a las gentes de mi pasado y, además de intentar imaginar qué será de ellas, me pregunto cuál habrá sido mi papel en sus vidas. Cómo me verán después del paso del tiempo. Qué recuerdo habrá de aquel nosotros. Preguntas retóricas, pues no solo no alcanzan respuesta, sino que la misma podría ser equivocada, pues desconocemos qué hicieron aquellas gentes con nuestro legado.

Hace sólo unos días, el Hombre del Renacimiento me relataba cómo en mitad de un examen un antiguo alumno, del que no supo nada en años, requería su atención para, vino jumillano en mano, agradecerle lo que en su momento hizo por él. No le costó reconocerlo, me confesaba, sin embargo ya no veía en ese hombre aquel chiquillo de grandes capacidades pero carente de interés y motivación en el bachillerato. Su sorpresa fue mayúscula, además de grata. Siempre pensó que, quizás, de algún modo, le había fallado. Un día, sin previo aviso, desapareció para siempre del aula. Ahora, unos cuantos cursos después, volvía asegurando que lo que alguna vez aprendió en clase (de dibujo técnico) le sirvió para trazar y diseñar una máquina agrícola que le había permitido prosperar como nunca habría imaginado en lo que de verdad amaba y le gustaba.

Así que mientras uno pensó con cierta congoja que había pasado de forma errada o fracasada por la vida de aquel muchacho talentoso a quien no supo motivar para que estudiara, el otro mantenía palpitante en su memoria la gratitud a aquel profesor por lo que le había enseñado.

Ciertamente, no sabemos, en medio de esta extraordinaria telaraña de relaciones en la que andamos inmersos, qué de luz prendemos o qué sombras proyectamos en los que nos rodean, ni a qué puertos arriban nuestras acciones y palabras. Quién, quizás algún día, vuelva a darnos las gracias.