Son muy contados los casos en la historia en los que nos encontramos a las mujeres en el frente de batalla. Las mujeres han sido siempre enfermeras abnegadas, madres y esposas dolientes que sufrían en silencio la partida de sus seres queridos, hilando, cosiendo camisas; la retaguardia siempre ha sido su frente de guerra. Este era un espacio que desbordaba el universo familiar y doméstico, además de opuesto al mito de la feminidad. Las mujeres, por naturaleza, tenían que ser proclives a la compasión, la resignación y el amor. 

Sin embargo, no siempre las mujeres pudieron o quisieron quedar al margen de los conflictos bélicos; reinas o campesinas, las mujeres también han luchado en primera línea, por la libertad, por el honor de sus seres queridos y por su patria. El conocimiento, y reconocimiento, de estas mujeres se ha restringido, la mayoría de las veces, a una ciudad o provincia, como es el caso de María Pita, la heroína de A Coruña que se enfrentó a las tropas inglesas, de Manuela Malasaña, la heroína madrileña del 2 de mayo o de Mariana Pineda, granadina ejecutada por luchar por la libertad. Otras, sin embargo, han sido convertidas en heroínas nacionales.

Una de las figuras más populares de nuestra historia, por curiosa, sobre todo, es la de Catalina de Erauso, la Monja Alférez, de la época de Felipe IV (siglo XVII). Su historia es en la actualidad relatada por las personas que trabajan como guías ante su busto erigido en los jardines del palacio de Miramar, en San Sebastián, y donde se encontraba el convento de dominicas en el que fue ingresada a los cuatro años. Fue la mismísima Catalina quien escribió, o dictó, sus memorias durante la larga travesía que la trajo a España desde Perú. Si lo hizo por ocupar las horas de ociosidad o por descargar su conciencia, no lo sabemos, pero se trata, sin duda, de un relato, aventurero y picaresco que emocionó a sus contemporáneos. Su fama se extendió por España y por el continente americano; la comedia de Juan Pérez de Montalván, La Monja Alférez, fue representada en la Corte; sus hazañas fueron publicadas en Madrid, Sevilla y París, y en el prólogo de esta última publicación, el osado editor la compara con mujeres como Safo, Aspasia o Santa Teresa, aunque Catalina fue más diestra dando mamporros con la espada que con la pluma.  

Catalina de Erauso, la Monja Alférez decidió vivir y vestir como un hombre, se hizo llamar Francisco, Alonso o Antonio y el papa Urbano VIII le concedió el permiso

Tras su fuga del convento de San Bartolomé, decidió vivir y vestir como un hombre y se hizo llamar Francisco, Alonso o Antonio. Se dice que había usado un emplasto para hacer desaparecer su pecho y, en sus memorias, solo habla de sí misma en femenino en los momentos de angustia y desesperación, cuando ve la muerte y el infierno cerca.

Trabajó de paje, de grumete, de soldado luchando contra los mapuches y fue ascendida a alférez por haber ahorcado a uno de sus líderes. Sanguinaria, pendenciera, bravucona y ludópata, fue arrestada en varias ocasiones por meterse en trifulcas e, incluso, condenada a muerte. Fue recibida por el rey Felipe IV en la Corte y por el papa Urbano VIII quien le concedió el permiso para seguir vistiendo y firmando como hombre. Sin duda debió de ser una persona valiente, transgresora, aunque considerarla una heroína o un referente nos parece desproporcionado. Pero es en el marco de la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas cuando la presencia de las mujeres adquiere un papel más destacado. 

Durante la Guerra de la Independencia y en los años posteriores, la representación de mujeres armadas con picas y cuchillos luchando contra los franceses fue difundida a través de grabados y de la prensa como símbolos de la implicación del pueblo en la lucha; era una manera de confirmar que el levantamiento había sido unánime; hombres y mujeres de España contra los invasores franceses. Las gestas de estas mujeres fueron instrumentalizadas para representar el esfuerzo colectivo. Así comenzó el proceso de glorificación de las heroínas: Manuela Sancho, artillera en defensa del convento de San José, Casta Álvarez, María Agustín y de la heroína por excelencia, Agustina de Aragón.

Sin embargo, en la segunda mitad del XIX, se produjo una domesticación del recuerdo y la gesta de Agustina se convirtió en un gesto apasionado, excepcional, un gesto de amor por el esposo caído o por el artillero que yace a sus pies. Su deber de esposa y patriota la habían dirigido al cañón.

La fama de la aragonesa se revitalizó durante la Guerra Civil, cuando ambos bandos se apropiaron de su figura, un símbolo reconocido por gran parte de la población y que servía para incitar a la lucha y a la resistencia y así, fortalecer el patriotismo del pueblo español.

Durante la Guerra de la Independencia y en los años posteriores, la representación de mujeres armadas con picas y cuchillos luchando contra los franceses fue difundida a través de grabados y de la prensa

Las gestas de la aragonesa eran recordadas como un modelo de valentía a seguir: jotas, obras de teatro, prensa y publicidad. 

Queipo de Llano, en sus charlas radiofónicas, se refirió a ella para animar a las jóvenes de Falange a participar en la contienda, alabando a «la mujer española que se siente capaz de emular el gesto de sus antecesoras en Sagunto y Numancia y llegar incluso al de Agustina de Aragón». 

Después añadiría que su labor era la retaguardia, atendiendo a los heridos y cuidando a los niños. La actividad de las jóvenes no debía desarrollarse en el campo de batalla, no debía trascender lo doméstico.

La Asociación de Mujeres Republicanas, por el contrario, instaban a sus compañeras a atacar y no solo a resistir el asedio, como harían las Manuelas Sancho o Agustinas de Aragón: «La mujer que opone unas lágrimas de cobarde debilidad ante el esposo, el hijo, el hermano que va a luchar por la victoria no merece ser española, ni es digna sucesora de aquella mujer fuerte, orgullo de nuestra raza, que se llamó Agustina de Aragón» (La Vanguardia, 1938).

La Artillera fue una de las muchas mujeres que estaban en el Portillo, en Zaragoza, pero también hubo otras muchas en Valencia, en Gerona, en Valdepeñas, como La Galana, en primera línea, llevando suministros y víveres o arrojando agua caliente desde las ventanas, y también curando y cuidando.