En contra de lo que muchos opinan, haber tenido conexión con la España profunda es, cuanto menos, enriquecedor. Pero hay para quien las tradiciones no dejan de ser doctrinas obsoletas, y en ocasiones no saben lo que se pierden para poder contar.

Recuerdo la víspera del Día de Difuntos sin más ornamento que las flores compradas por mis vecinas para decorar los nichos de nuestros muertos. Las mismas que no ponían un pie en la calle por eso del ‘qué dirán’, aunque llevasen viudas más de cuarenta años. Se reunían, ataviadas con un negro impoluto para, rosario en mano, velar por las almas de los que pasaron a mejor vida. Un absoluto espectáculo, ríanse ustedes de las plañideras.

Pero, claro, morir, superar un purgatorio, santificarse y gozar de la vida eterna en presencia de Dios, bien vale una noche de Credos, asar unas castañas, cocinar unos tostones y descorchar varias botellas de anís que hacían de soporte para la macabra escena que a muchos niños nos tocaba vivir, lamentando no haber sido los nietos de la Generación Beat, que al menos hubieran propuesto un buen toque de jazz a esta ancestral práctica de meditación que gastaban las vecinas de mi abuela. Las que, una vez superada la congoja, eran capaces de remangarse el vestido, atarse el delantal y deleitarnos con ricos buñuelos de viento y chocolate como si no existiera un mañana por vivir. Las recuerdo majestuosas entre sorbo y sorbo de anís, mistela, ron miel y vino dulce. No necesitaban las señoras rubor en las mejillas para ir de buena mañana al cementerio.

En unos días se celebra la noche de difuntos, ninguna de estas ancianas enseñará ya a sus vecinas a purificar almas y cortar el mal de ojo, y las bandejas eternas de huesos de santo serán sustituidas por bolsas de caramelos con forma de araña o murciélago compradas a granel en Lidl. Conste que para nada critico el cambio vivido en esta festividad. «Nada de lágrimas, por favor, es un desperdicio de buen sufrimiento» (Hellraisen, Clive Barker, 1987).

No ha dejado de ser un día de celebración donde el mundo de los muertos se mezcla con el de los vivos, donde el miedo que una vez sentí viendo a doña Concha levitar, casi en trance, invocando al alma de su difunto Manuel, cambia por el que ofrecen un grupo de momias ensangrentadas con tinta roja del Hiper Chino mientras nos amenazan con un «truco o trato»...

Y que nunca nos falte una buena canción para conmemorar las tradiciones, a poder ser, escrita en el país que celebra la muerte con homenajes coloridos y ruidosos, una que de verdad nos haga sentir cerca a los que se fueron.