El estudio de España y, en general, de la hispanidad, ha concitado desde el siglo XVI una ingente cantidad de autores de todas las nacionalidades que han contribuido con valiosísimas aportaciones en todos los órdenes. Filólogos, músicos, literatos, ensayistas, historiadores, cuyas aportaciones han sido notabilísimas, señeras incluso en algunos campos.

Quizás resulte impreciso hablar de escuelas al referirse a la nacionalidad de los historiadores anglosajones y franceses que han alcanzado notables cimas merced a una metodología científica y hallazgos muy sobresalientes.

Entre los primeros, tenemos a Gerald Brenan y El laberinto español, una lectura tan amena como imprescindible para adentrarse en las causas de la Guerra Civil, sin olvidar a Thomas H. Elliot, Raymond Carr, Henry Kamen, Hugh Thomas, Paul Preston e Ian Gibson, irlandés y español. Entre los muchos franceses, Marcel Bataillon, Pierre Villar, André Benassar y Joseph Pérez, fallecido el 8 de octubre del año pasado, después de haber firmado excelentes trabajos que arrojaron nueva luz sobre la España de los Reyes Católicos y los primeros Austrias. Su tesis La revolución de las Comunidades de Castilla cambió la visión de la rebelión comunera de Padilla, Bravo y Maldonado, para considerarla la primera revolución moderna, mucho antes de la Gloriosa inglesa en el XVII y la Francesa en el XVIII. Su visión integradora de las distintas causas y concausas, marca claramente un antes y un después en la investigación histórica de aquel acontecimiento.

La importancia de los grandes historiadores hispanistas es mayor aún si se considera que, durante un largo periodo de cuarenta años, en España sólo hubo un relato histórico y fue perseguido cualquier atisbo de crítica, librepensamiento o simplemente libertad de cátedra, absolutamente desconocida en la España del nacional-catolicismo. La verdad oficial se extendía más allá de la Guerra Civil a cualquier otra época, incluso anterior a la existencia de España como nación.

Manuel Fernández Álvarez, autor de notables trabajos sobre el mismo periodo histórico que Joseph Pérez, fue inquirido en los primeros años de la posguerra, por el paralelismo entre Felipe II y Franco. Prudente, el joven maestro no comparó ‘imperios’ tan disímiles, mas sí señaló que la ruina de aquél en el país donde no se ponía el sol fue el gran lastre de los tiempos postreros. Desde entonces prosiguió su carrera universitaria con tanta discreción como empeño; nunca más fuera invitado en recepciones del régimen, ni más agasajado que cuando al fin se difundieron sus obras, muerto ya aquel emulador de Felipe II cuya imagen enseñorean algunos en sus rancias ostentaciones de banderas, como si no hubiera hecho otra cosa más que hundir los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, hoy desmoronados, que diría Quevedo.

Aquellos hispanistas, tan entusiastas como rigurosos en el método, marcaron las pautas, fueron señeros y escribieron la Historia con pulcra caligrafía, lejos de alardes de honor, patria, imperio. Cuando la democracia abrió las puertas de las universidades, la semilla ya germinaba.

En una última lección, Joseph Pérez, maestro de historiadores de valenciana lengua materna, nos dice que aquellos Austrias en cuyo espejo tantos contemplan la gloria de la patria, no miraban por su país ni por sus gentes, pues su principal interés era mantener y acrecentar su casa y dinastía. Carlos, que soñaba con el imperio antes que el reino, impuso su voluntad a los procuradores de las ciudades. Venció en Villalar al vértigo de la revolución que se asoma al abismo del futuro, pero que, frustrada y vencida, queda en simple rebelión y cabezas cercenadas. Aún resuenan las palabras de Juan Bravo en el cadalso recogidas por el cronista Fray Prudencio de Sandoval para contradecir el pregón del verdugo: «Mientes tú y aún quien te lo manda decir. Traidores no, mas celosos del bien común, sí, y de la libertad del reino».

La crisis sanitaria se sumó a la anterior, financiera e inmobiliaria, como una recidiva que perpetuara la patológica pauperización de las clases medias, mientras los gobernantes se entretienen en estériles ejercicios pugilísticos. En un tiempo de disputa como sólo recordaban nuestros abuelos, la ponzoña alimenta la crepitación de una hoguera de la que surgen las flamígeras banderas de la discordia, que siempre separan y nunca unen. Algunos nacionalistas devinieron en separatistas mientras otros convocan un orgullo nacional falsario de viejas glorias caducas. En la fumarola infecunda, la ciega y febril agonía, la lucha que dirían los griegos. Cabe preguntarse dónde estuvo la gloria, si en la conquista de un Nuevo Mundo, mientras el nuestro vivía miserable, inculto y páramo, o en la dilapidación de la mina de oro y plata que de allí nos vino, gastada en guerras de religión, en falaces aspiraciones dinásticas o en poner picas en Flandes para terror de los infantes flamencos.

En la pausa del café, cuya semilla africana arraigó en América transportada por los europeos, alzo la mirada a una biblioteca, vieja amiga tantas veces socorrida, y pienso en el fluido intercambio de especies vegetales y animales, y en todo aquello que une a distintas gentes del mundo hispano. La lengua, la historia, la fe o la esperanza y hasta sus antónimos, contadas o soñadas, pero siempre en caracteres y signos reconocibles, como la virgulilla colocada sobre la n para representar un fonema palatal, nasal y sonoro. Pienso en esos hispanistas que unen y en los españolistas que separan.