Patricia Ventura, una madre, se quejó de que una escuela municipal de música de Barcelona margina a su hijo porque ella se ha negado a firmar la autorización para que el centro comparta las fotos del crío en las redes sociales. En consecuencia, dice, lo apartan de actividades y se queda sin salir en fotos. Hay quien opina que Patricia exagera, porque podemos confiar en el uso que las escuelas harán de las imágenes. Esta opinión incurre en un error catastrófico. Claro que podemos fiarnos de las escuelas. El problema, que ha sabido ver Patricia y pasa inadvertido a la mayoría, es que no podemos fiarnos de las grandes tecnológicas.

Los centros no cuelgan fotos de los niños en el vacío, sino que las entregan a empresas privadas como Facebook. Y no lo hacen reflexivamente, sino por inercia. También por inercia lo permiten los padres, que no quieren causar quebranto a los niños. Y por inercia terminamos viendo normal que, en el siglo XXI, en vez de colocar fotos en una revistita autoeditada de consumo interno, en un mural o una orla, las escuelas las suban a Instagram.

Pero esto no es normal. Patricia Ventura, que está doctorándose con una tesis sobre la ética y la tecnología, plantea una resistencia valiosa contra una inercia cultural que nos lleva a enriquecer a empresas irreflexivamente, cediéndoles de manera gratuita algo que para estas corporaciones tiene el valor del uranio. A ojos de las escuelas y de la mayoría de los padres, las fotos de los niños en Instagram son una forma de acceder al contenido fácilmente y compartirlo en la comunidad educativa con sencillez. A ojos de las grandes tecnológicas, sin embargo, todos esos niños fotografiados son gallinas en una granja.

La industria está mostrando un interés recurrente por saber qué cara teníamos hace veinte años. Campañas virales nos animan a escanear fotos de papel de cuando éramos más jóvenes y colgarlas en las redes. Este aparente juego de nostalgia tiene una función clara: alimentar a los algoritmos de reconocimiento facial, que pronto permitirán a las máquinas no sólo identificarnos de espaldas, sino comprender cómo se transforma el rostro con el paso del tiempo y crear modelos que permitan anticiparse a nuestros cambios.

Las fotos de menores son un material sensible y lucrativo que termina en malas manos, y que familias, escuelas y niños están regalando. Patricia Ventura solo lo ha señalado.