El hombre, que se llama Juan, sale de su casa. Tiene 76 años, pero su aspecto no es el de un anciano. Cuando se mira al espejo intenta recordar cómo eran las personas de su edad actual cuando él era un niño o un jovenzuelo. Para comenzar, pocos seres humanos llegaban a esas edades, sobre todo los hombres, porque solían llevar vidas menos sanas que las mujeres, fumando y bebiendo, muchos de ellos trabajando en oficios que producían agotamiento físico diario. Así que el aspecto de los mayores de hace sesenta o setenta años era bien distinto, más bien tirando a persona medio muerta, salvo alguna rara excepción. El hombre, Juan, mecánico, jubilado hace ya bastantes años, con una pensión baja como tantos en esta Región, mantiene unas costumbres diarias que procura no romper nunca. Durante toda su vida laboral se ha levantado a las siete, pero, ahora, eso, salvo alguna excepción rara, se ha terminado. Sin embargo, sigue manteniendo las mismas pautas de siempre, aunque saliendo de la cama alrededor de las ocho, con su afeitado y ducha diaria. Vive en una pedanía algo alejada del centro de la ciudad, pero casi nunca utiliza el transporte público porque el autobús pasa cada hora, y si pierdes uno tienes que esperar 55 minutos a que venga el siguiente. La verdad es que el transporte público en su ciudad es un desastre, siempre lo ha sido y probablemente lo seguirá siendo. Ha quedado con un amigo que vive en otra zona de la ciudad que disfruta de un tranvía y que sí ofrece un buen servicio, pero que solo tiene esa línea y la que va hasta una universidad privada, así que el resto de los ciudadanos tienen que tocárselas, las narices, digo, y él, Juan, todavía puede ir caminando apoyándose en su bastón.

Pero el encuentro con su amigo será más tarde. Primero debe ir al centro de salud porque tiene cita hoy con su médico de familia para decirle que mea poco. La pidió hace ocho días y se la dieron para hoy, y comienza a dolerle el riñón. A su esposa tienen que operarla de vesícula, pero le han dado fecha para dentro de 110 días. A la pobre le dan unos cólicos tremendos, y le duele a menudo, pero el cirujano le ha dicho que no puede hacer otra cosa, que opera más de lo que debe, pero que cirujanos hay los que hay y que «la mies es mucha y los obreros somos pocos». «Pero, ¿qué está usted diciendo?», preguntó Juan un poco alterado. El médico dijo: «Nada, no se preocupe. Ay, Señor, Señor. Que vive usted en Murcia, hombre de Dios». Juan comprendió y se calló, porque que él también tiene una cita con el especialista, porque padece de asma, y le han dado para finales de febrero, y estamos en noviembre. Lo de que «la mies es mucha…» le recuerda algo, pero no sabe qué. Su memoria comienza a fallarle.

«Tengo que llamar a la inmobiliaria», recordó, «a ver si hay algo nuevo de la casa de la playa». Resulta que ha puesto en venta un apartamento que tiene en primera línea del Mar Menor, porque está en un segundo piso sin ascensor, eso sí, con unas vistas preciosas, que, para su mujer, sobre todo, las escaleras son demasiado esfuerzo ya. Lo compraron por 225.000 euros hace 15 años, y la última oferta que han recibido ha sido de 45.000, y están los dos que se suben por las paredes. Es verdad que el apartamento está situado justo donde hace unos meses se recogieron varias toneladas de peces muertos, pero los políticos están diciendo que el Mar Menor se va arreglar de un momento a otro, y, francamente, el apartamento es muy bueno, con casi 100 metros de superficie. Juan y su mujer siempre pensaron que sería una buena herencia para sus hijos y nietos, pero estos le han dicho que sí, que lo vendan, porque ellos no van a ir allí con el agua verde y el cieno por doquier. Juan va andando hacia su cita con el médico de familia. «Tengo que decirle cómo me crujen las rodillas. Es que estoy fatal de la artrosis. A ver si me manda al traumatólogo. Aunque, a lo mejor, cuando me vaya a ver, ya tengo que ir en silla de ruedas», piensa. «La mies es mucha…», ¿dónde he visto yo eso?