Escucho los discursos de Pedro Sánchez y me pregunto por qué no me hago votante socialista. Nada en sus palabras ofrece la menor fisura, aunque si te propones elogiarlas tampoco darás con ninguna por donde empezar. Y no es solo por la sospecha de que en su boca no valen nada, sino por algo más sutil y que lo hace tan poderoso en los tiempos que corren: tiene el don de la oportunidad. Sabe expresarse en el lenguaje que hoy más se entiende, el de las palabras que expresan la identidad ideológica de quien apenas cree ya en lo que cree.

Él no ha inventado ese discurso, ni ese tono como de ángel que recorre las plazas. Ha sintonizado con el sentir político de sus seguidores. Y aunque solo ellos lo entienden, eso es ahora todo lo que necesita. Dice Ecología y Feminismo, Socialdemocracia y Unidad, Fiscalidad progresiva... y todos satisfechos. Por eso no ha habido el más mínimo debate en el congreso del PSOE, glosado en los medios afines como el final de cinco años de división interna y una reconciliación con el pasado simbolizada con la ‘imagen icónica’ del abrazo entre Sánchez y González. No sabemos lo que hay detrás de ese abrazo, si es otro truco de magia de Sánchez, pero sí podemos estar seguros de que es el resultado de lo que une a ambos líderes, su inquebrantable lealtad al partido, haga lo que haga, porque más allá de las personas siempre termina enderezando el rumbo. Y no deja de ser fascinante cómo el político que llegó al liderazgo con el partido más roto que nunca es capaz de celebrar el congreso más unido de la historia, sin debate interno ni confrontación de opiniones. Que el derecho a discrepar sea la mayor reivindicación que se atreviera a hacer González es un éxito más de Sánchez, aunque un éxito como todos los suyos, únicamente en clave de poder.

Veo a Pedro Sánchez, impecable, sonriente, con el puño en alto, y me pregunto por qué no me convierto en uno de los suyos que le aclaman. Siempre pensé que sería el líder que salvaría al PSOE en su peor momento, cuando más se temía que lo llevara al declive final. Al principio era una intuición. Ahora creo saber cuál es la razón de su éxito. Es el líder que necesitaba el partido, ni más ni menos, no porque sea el mejor político ni el más inteligente ni el más honesto ni el más fiable, sino porque es el líder perfecto para el partido (en un momento en el que su supervivencia depende de que se visualice claramente el antagonismo con el partido de enfrente), para estos tiempos de banalidad e incluso para nuestra España sin rumbo.