Mari Carmen Serrano, decoradora del Real Casino de Murcia: "Una pregunta sencilla entre amigos: ¿Qué guardarías de la Región de Murcia para la posteridad en una cápsula del tiempo? Las respuestas han sido rápidas y bastante sorprendentes, en muchos casos. Todos tenemos algo de nuestro entorno que no nos gustaría perder, necesariamente no ha de ser algo actual, también sirven los recuerdos y las huellas del pasado, aquello que conocemos y quisiéramos poder compartir con las generaciones venideras. Vamos a ir llenando, cada martes, nuestra muy elástica cápsula hasta que ya no quepan más cosicas"

La estancia más llamativa del Real Casino de Murcia puede que sea su suntuoso Salón de Baile. Aquel que traspasa su umbral suele quedar impresionado por el barroquismo de la sala. Por lo general, y es algo que he observado en numerosas ocasiones, el espectador permanece unos instantes inmóvil, elevando la vista a las impresionantes lámparas de cristal de Baccarat, a través de las cuales intenta vislumbrar el enorme techo, de casi doscientos metros cuadrados pintado al temple sobre más de sesenta lienzos, que cubre todo el espacio.

Si todo en esta sala es espectacular, puede que sea gracias precisamente a esas lámparas que, además del relumbrón de sus cientos de bombillas reflejadas en los cristales y espejos, tienen leyenda propia.

Según tradición oral, en 1886 una delegación de miembros de la junta directiva del Casino de Murcia viaja a París con intención de adquirir unas grandes arañas para poner la guinda decorativa al Salón. La compra se realizó en la prestigiosa casa de Ms. Charlier y Jean, donde al parecer unas fastuosas luminarias llevaban ya un largo tiempo esperando ser adquiridas, y hasta aquí la realidad constatable. La leyenda cuenta que habían sido un encargo del infortunado Maximiliano I de México en 1864, recién nombrado emperador, quien entre revoluciones y conspiraciones no tuvo un instante de sosiego para recogerlas, siendo ejecutado apenas tres años después. Así vinieron a parar al Casino de Murcia.

Las pinturas del techo, fechadas en 1876 gracias al descubrimiento de una inscripción sobre uno de los pilares, están atribuidas en parte al entonces joven pintor murciano Manuel Picolo López, quien al parecer realizó los dos grandes grupos de músicos y danzas de los extremos, y al pintor decorador catalán Manuel Sanmiguel el resto de la obra: las flores y los paisajes exóticos, de carácter orientalista, que bordean el perímetro, muy del gusto de la época, en el centro las alegorías de las Bellas Artes: Arquitectura, Pintura, Música y Escultura, y en las esquinas retratos de personajes ilustres murcianos, Nicolás Villacis, Francisco Salzillo, el Conde de Floridablanca y Julián Romea. Todas las escenas enmarcadas por cornucopias doradas, que bordean una balconada central de fingida arquitectura, en un trampantojo o trompe-l’œil ascendente desde los abundantes dorados de los muros.

Tradicionalmente se ha venido dando como cierta la teoría de que el gran Salón de Baile fue un espacio reutilizado, partiendo de una gran estancia de la zona noble del palacete dieciochesco de los señores condes de Pinohermoso, primer inmueble adquirido para sede de la sociedad del casino murciano, aunque evidentemente de aquel edificio ruinoso nada queda, salvo el vacío espacial.

El espléndido conjunto de abrumadores oropeles, representativo de aquella alta sociedad decimonónica, entra desde hoy a formar parte de nuestra cápsula temporal, y yo feliz por ello pues, junto a un estupendo equipo, trabajé en su restauración para conservarlo con su antiguo esplendor.