Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos.*

La tentación del poder es demasiado fuerte para todos cuantos se proponen un cambio social, una revolución. Todas las revoluciones modernas tenían por objetivo la toma del poder político con el fin de transformar radicalmente la sociedad, en el entendido de que el poder político es el poder sin más. Como han podido comprobar todos los revolucionarios, no basta con el poder político para transformar la sociedad; hace falta más, mucho más. El siglo XX está lleno de buenos propósitos revolucionarios que han concluido en masacres, gulags o progromos de distinto tipo. El poder obnubila la mente y nos hace menos humanos, por eso, la revolución de Jesús de Nazaret, rehúye la toma del poder. Su frase a los hijos de Zebedeo, a Juan y Santiago, es clara: «No sea sí entre vosotros». Es como si Jesús comprendiera las consecuencias de la toma del poder con absoluta nitidez. En la propia historia de su pueblo tuvo el mejor ejemplo del mal que esto acarrea: la época de los Asmoneos, que supuso una vacuna social para cualquier intento de construir un reino político judío puro. Aquello acabó en luchas intestinas, crímenes, robos y desorden social, que llevaron a no poder resistir la invasión romana. Tras la caída de los Asmoneos, los romanos impusieron a Herodes el Grande, que gobernó despóticamente y trajo mucho sufrimiento. Todo esto era bien recordado por el pueblo y Jesús propone algo distinto a la toma del poder, porque «los jefes de los pueblos los tiranizan y oprimen».

El episodio de los Zebedeos sucede en el camino que sube a Jerusalén. Ya hemos visto en varios episodios previos, cómo los discípulos no entienden nada. Pedro intenta evitar el mensaje de sufrimiento que acarrea el compromiso de Jesús, y éste le espeta: «Aparta de mí satanás»; los Doce se pelean después por los primeros puestos, y Jesús les muestra el camino del servicio; ahora son dos de los más próximos a Jesús, los Boanergés (Hijos del trueno), impulsivos y celosos del Reino que quieren construir, los que vienen a solicitar, antes de entrar en la Ciudad sagrada para ‘tomarla’, que les conceda los primeros puestos, sentarse a su derecha e izquierda. Es la tercera vez que este grupo tan cercano a Jesús muestra su incomprensión de lo que debe suceder. Jesús insiste en anunciar su muerte en cruz como consecuencia necesaria del compromiso por el Reino, pero ellos siguen sin entender. Jesús sigue su camino, dando la vista a los ciegos y abriendo los oídos de los sordos, mientras sus discípulos tienen ojos y no ven y oídos y no escuchan.

En lugar de tomar el poder, Jesús construye grupos y comunidades vinculados por la justicia y la misericordia; se enfrenta a los poderosos para mostrar lo contrario que es ese proyecto con el Reino de Dios; organiza a las comunidades de seguidores para que formen nuevas familias que vivan la plenitud del Reino como solidaridad, servicio y entrega mutua. Todo esto lo hace Jesús teniendo presente la debilidad de los integrantes, sobre todo los varones, de sus grupos. Pero, sus palabras, «no sea así entre vosotros», resuenan en toda la Iglesia de todos los tiempos. La Iglesia no puede funcionar como los jefes de las naciones, que los tiranizan y oprimen. Demasiado tiempo han pensado los jefes de la Iglesia que poseían un coto privado para el ejercicio del poder. Las palabras de Jesús debían haber resonado en sus oídos cada vez que ejercían la opresión como tiranos. La Iglesia debe ser la prueba de que otra revolución es posible, otra manera de cambiar el mundo está a nuestro alcance, pero solo asumiendo el camino que inexorablemente conduce a la cruz.