Vivimos en un mundo material que, sin embargo, está, cada vez más, construido de cosas intangibles. No sé cómo entender ese fenómeno, pero una primera intuición me dice que se trata de la conquista final de lo espiritual (la felicidad, la alegría, la tristeza) por parte de lo material, la última fase de un tipo de sociedad entregada al consumo, lo nuevo, el instante. Las emociones no cambian, pero estamos yendo a buscarlas en otro sitio, un sitio diferente donde antes no había nada. Nos han cambiado el mapa, las llaves que utilizamos para encontrar lo que buscamos. Estamos desorientados. Y ha ocurrido tan lentamente, con capítulos cada cual más fascinante, que no nos hemos dado cuenta de lo que ganábamos ni de lo que perdíamos. Por ejemplo, ¿cómo hemos permitido que un aparato tecnológico, el smartphone, controle nuestras vidas de la forma en que lo hace?

Creo que estamos tan asustados en medio de una vida carente de apoyos, tan solitaria en medio de la multitud, tan vaciada de sentido, que necesitamos sentir que cada cosa que hacemos, cada instante, significa algo, que no se desperdicia. Si solo tenemos el presente, y si solo nos tenemos a nosotros mismos, la soledad es la prisión más temible. Por eso no nos importa que nos controlen si a cambio sentimos que nos prestan atención. Es preferible la vida reflejada a través de las pantallas que la sensación angustiosa de la inconsistencia. Más vale vivir en la representación, aunque se haga en realidad para nadie, que aceptar la fugacidad del instante o la constatación de nuestra propia falta de sustancia.

No había manera de llegar a lo espiritual si no era a través de las cosas y lo material solo adquiría sentido cuando se impregnaba de lo espiritual. No se sabe por qué ocurría así. Era tema de investigación de filósofos, poetas y místicos. Ese es el mundo que se ha invertido. Primero lo llenaron de cosas y luego, cuando las retiraron, se llevaron el mundo detrás. El filósofo Byung-Chul Han cree que esta cultura nos convierte en depresivos cuando nos percatamos de que, sumergidos en un torbellino de actualidad, atrapados en un ego difuso y sin lazos que nos unan a los demás, se distorsiona nuestra relación con el mundo.

Quizá la pandemia de la Covid ha funcionado como el tránsito a la última fase de esta transformación. O como una última advertencia de las consecuencias que podemos esperar. Eso explicaría el aumento de los casos de depresión y ansiedad durante la pandemia debido, según los expertos, al aislamiento, la incertidumbre y la sobreinformación.

El escenario fue desmantelado y se hicieron visibles los monstruos de siempre, el miedo al vacío, la soledad. Y ahora sin nada con lo que hacerles frente.