La capacidad que tiene la ultraderecha (que ya es buena parte de nuestra derecha) de sorprendernos (y de indignarnos) es casi infinita. Cuando creemos que lo hemos visto y oído todo, algún disparate, revestido de declaración, que sale de las filas de ese mundo, eleva el listón que mide la estulticia en que se hunde la política española.

Hace más de un mes, conocimos que la Fiscalía había solicitado información a Suiza sobre Juan Carlos I, ante los sólidos indicios que apuntan a que éste amasó una fortuna como perceptor de comisiones. Investigación ya cerrada, por cierto, como era previsible. Tras aquella solicitud, los dirigentes de Vox aseguraron vehementemente que «el ataque al emérito es un ataque a la nación española, al garante de su unidad». Nada menos. Es decir, intentar esclarecer los presuntos graves delitos de quien fuera Jefe del Estado, que se habría enriquecido ilícitamente aprovechando el cargo que ostentaba, es un ataque a España. Todo un desafío, este discurso, a la lógica y la razón: una nación no es un individuo, por muy alta que sea la jerarquía de éste, a no ser que le atribuyamos poderes sobrenaturales fundados en el origen divino de la institución que encabeza, de manera que su comportamiento, por definición, nunca podría ser errático o alejado de los superiores valores morales. Éste es un pensamiento anterior a la Ilustración y que no trasciende la concepción absolutista y premoderna del poder coronado. Alejado, por consiguiente, de los conceptos de democracia y de igualdad de toda la ciudadanía ante la ley, verdaderos garantes, esos sí, de la unidad nacional.

El PP, por su parte, en lo tocante a este asunto, sólo va un paso por detrás de la extrema derecha. Cuando ocurre el enésimo escándalo del emérito, sus dirigentes tiran de un argumentario cuya debilidad intelectual es manifiesta: por encima del comportamiento que se conoce del residente en Abu Dabi, lo que prevalece es su papel en la Transición y los servicios que ha prestado al país.

Veamos. Si se confirmase que el personaje, a lo largo de sus 40 años de reinado, se ha dedicado en lo esencial a enriquecerse de manera fraudulenta valiéndose de su cargo, es decir, a robar a todos los españoles y españolas, en su condición de presunto comisionista (como aseguró la Fiscalía), este hecho es el que define su gestión por cuanto la actividad delictiva para amasar una fortuna ingente habría sido, presuntamente, el leitmotiv de su presencia al frente de los destinos de la nación. La exageración de su papel en la conformación y consolidación de la democracia (algún día sabremos la verdad del 23F) constituye la tapadera que legitima una monarquía impuesta por el dictador y destinada a mantener un sistema de privilegios y corruptelas, que arranca desde la más alta magistratura del Estado y se expande por buena parte del cuerpo social, económico e institucional.

El PSOE, prosiguiendo con la secuencia, va, a su vez, un paso por detrás del PP. No respalda explícitamente al exmonarca, pero se opone a cuanta comisión de investigación sobre sus andanzas se ha propuesto en el Parlamento, incluso mediando un informe favorable de los letrados del Congreso a tal efecto. Los de Sánchez parecen obsesionados en blindar a Felipe VI y preservar la continuidad dinástica en su figura. Quizá por miedo a que las derechas extremas patrimonialicen definitivamente la institución, lo que por otra parte ya está sucediendo con la anuencia de su cabeza visible. Los socialistas, demasiado comprometidos con la componenda que se urdió en la transición, sienten vértigo ante la perspectiva de una crisis institucional que desestabilice la monarquía, toda vez que carecen, por dejación ideológica, de un recambio republicano.

En su empeño por salvar al soldado Felipe, dicen algo que no es cierto. El actual monarca, aseguran, está dando unas muestras de transparencia sin precedentes en la historia de la Casa Real. Esta afirmación no se corresponde con la realidad, pues el inquilino de la Zarzuela mantiene exactamente la misma opacidad, respecto de su patrimonio o en lo que hace a su dación de cuentas ante la soberanía popular (las Cortes), que su padre. No se ha promulgado una Ley de la Corona que corrija esta anomalía, por lo que es imposible saber si se están perpetrando en este momento las mismas tropelías que en las últimas décadas. Con un apunte, en este sentido, inquietante: el rey tardó un año en hacer público que su antecesor le nombró heredero de una fortuna de origen oscuro. Y lo hizo después de que lo publicara la prensa británica.

En definitiva, los tres partidos con más presencia parlamentaria respaldan la monarquía, si bien con un ardor diferente, directamente proporcional a la proximidad de cada uno al rincón extremo derecho del tablero político. Porque a diferencia de lo que puede ocurrir en, por ejemplo Suecia, aquí la Corona se identifica con una concepción de España conservadora, centralista, autoritaria, nacionalcatólica, cuartelera y caciquil. Aunque los caciques de ahora no sean los señoritos de toda la vida, sino las fortunas del IBEX 35 y los políticos beneficiarios de puertas giratorias. Quienes defienden una España así, no la conciben sino borbónica. De ahí la unidad indisoluble de ambos gritos.