El riesgo es creer que Boris Johnson es solo un payaso o un cretino despeinado. Es posible que ambos calificativos le describan en parte pero esconden el verdadero personaje. Hablamos de un tipo inteligente, culto, simpático, con gran carisma y sin un plan de navegación para sacar a su país de la crisis poscovid. Representa un modelo de dirigente sin otra idea del bien común que conservar el poder a cualquier precio. Son líderes que se nutren de un hábitat político sin memoria dominado por lo que antes llamábamos mentira.

Ayudó a vender las bondades del Brexit a sus conciudadanos sin creer del todo en él, pese a su pasado antieuropeísta, solo porque en sus cálculos era el camino más corto para ser primer ministro. Traicionó al ala moderada de su partido, el conservador, aliándose con xenófobos como Nigel Farage y oportunistas varios.

Ahora, en pleno desabastecimiento de bienes esenciales por falta de trabajadores extranjeros, a los que ha expulsado y vetado, vende a sus conciudadanos la refundación de la economía del país con una mezcla de propuestas que soliviantan a patronos y descolocan a laboristas. Los tories más adeptos a su causa han llegado a acusar al empresariado de ser antipatriota.

Johnson asegura que ha quedado atrás el viejo modelo con la UE de salarios bajos basados en una mano de obra extranjera poco cualificada. Promete mejores puestos de trabajo para los británicos, y mejores sueldos, pero no explica cómo lo va a lograr. Su modelo de economía de guerra que funcionó en la Alemania que salía de la Segunda Guerra Mundial no funcionará en un Reino Unido en paz que ha decidido separarse de la UE subido a un tiovivo de falsedades.

El primer ministro quiere subir los impuestos para mejorar la sanidad pública, muy deteriorada por los años de thatcherismo y los recortes, y modernizar las infraestructuras. Son recetas que Thatcher hubiera calificado de comunistas. Este intervencionismo populista es otra cortina de humo para esconder los problemas reales. Las colas ante las gasolineras son un anticipo del duro invierno que les espera con los precios de la luz desbocados y falta de productos de primera necesidad en los supermercados.

Es cierto que no todo se debe al Brexit, que también es culpa de la improvisación del Gobierno que no tomó medidas preventivas porque estaba dedicado en cuerpo y alma a la propaganda. El riesgo de desabastecimiento no solo afecta al Reino Unido, es una amenaza global ante la escasez de contendores, casi todos apilados en Asia y con problemas para salir. Si la pandemia fue un terremoto, ahora toca lidiar con el tsunami.

Dan Sabbagh escribió en The Guardian que la misión de James Bond, más allá de los matices de cada entrega, seguía siendo la misma: que los británicos se crean que siguen siendo un superpoder. El Reino Unido debería aceptar ya que la reina Victoria ha muerto y que no mandan en el mundo colonial del siglo XIX. El Brexit fue en realidad un acto de narcisismo extremo, creer que podrían competir en el XXI sin el sostén de la UE.

Johnson propone un pacto con EE UU, una idea recurrente. La realidad es que Washington solo está interesado en prepararse para lo que considera una inevitable confrontación con China. El reciente acuerdo británico-americano de los submarinos de propulsión nuclear con Australia, que tanto irritó a Francia por quedarse sin negocio, tiene una lectura militar, no comercial. Londres necesita mantener su flota real por los mares de China en un ejercicio de autobombo.

Otro problema es la ausencia de una oposición capaz de derrotar a Johnson. Los laboristas se extraviaron con Corbyn, que ejerció un izquierdismo desfasado, más dedicado a combatir el fantasma de Thatcher que en proponer soluciones de futuro. En el debate del Brexit primó su antieuropeísmo ideológico sobre los intereses del electorado. Corbyn no quiso apostar por el sí a Europa ni liderar una revuelta para celebrar un segundo referéndum ante lo apretado del resultado.

Tras la emergencia del nacionalismo escocés impulsado por la ruptura con la UE, los laboristas se han quedado sin su caladero tradicional de votos. El nuevo líder, Keir Starmer, un centrista, tampoco encuentra el tono y el fondo contra el primer ministro. A Johnson solo le derrotará su personaje, o que la crisis sea de tal calado que no la tape ni el mejor de sus chistes. Para graciosos, mejor Monty Python en Downing Street. Al menos tienen talento.