Me ha llegado un discurso de un CEO, que en nuestro idioma es un director general de toda la vida, en el que dice que la vida es como un juego de equilibrio con cinco bolas, en el que las bolas son la familia, la salud, el trabajo, la espiritualidad (lo ha dicho el hombre, no yo) y una última bola, que sería de los amigos. El juego consiste en moverlas todo el rato, en plan funambulista, sin que ninguna se caiga.

Hasta ahí puede parecer divertido, pero la clave del juego no sólo es que se mantengan todas las bolas en el aire, moviéndose sin parar y en equilibrio, sino cuál dejar caer cuando parece mucha faena, o se nos hace cuesta arriba. Porque la gracia del juego es que sólo hay una bola que es de goma, el resto son de cristal. Así, si cada una de las bolas representa una esfera de nuestra vida, y hay una de goma, ‘prescindible’. ¿Cuál sería para ti?

Seguramente habrá opiniones para todos los gustos, pero este hombre decía que la bola de goma es el trabajo. La única que puede estrellarse y volver como si nada. El resto de las bolas, si alguna cae al suelo, ya nunca volverá a estar como antes. Para mí, eso es tan cierto como que hay sol.

He tenido la tentación de pensar que ese es el juego al que jugamos las madres trabajadoras, el de adaptar nuestro trabajo al resto de las bolas, dejándolo caer antes que lo demás. No me negarás que muchas hacen de mujer orquesta y que sólo les falta la música de fondo para hacer de saltimbanqui. Pero siendo realistas, a ese juego del equilibrio jugamos todos, hombres y mujeres. En cierto modo, el trabajo es lo único que puede ser recuperable, en cierto sentido, o reciclable. Aunque sea una verdad como un piano que estar sin trabajo es un drama, que puede resultar angustioso, que vivimos con dinero, y que cuando se pasa una temporada así, en plan sin perspectivas profesionales y encima sin un céntimo, para ti se queda.

Pero nada que ver con las otras bolas. Decir que la salud es necesaria es una obviedad. No sólo la ausencia de enfermedades mortales o crónicas, sino la salud plena. Que me lo digan a mí, que hace poco casi pierdo un dedo en un accidente doméstico, el índice de la mano derecha, y ha sido una hecatombe. Pasajera, pero arrasadora y, por cierto, absolutamente incapacitante.

Luego están los capítulos de familia y amigos, esa red parentelar a la que acudimos ante dificultades o para compartir alegrías. En este mundo de contactos digitales sigue siendo imprescindible la calidez cercana de las personas a quienes queremos. Y es indudable que esas facetas de nuestra vida, si se estrellan, les queda para siempre una marca.

Sin embargo, me ha llamado la atención que el CEO, en su discurso, hablara de espiritualidad. Creía que estaba ya pasado de moda, y me alegro de que este hombre ponga de manifiesto lo importante de cultivar el espíritu, de ver más allá del yo, del aquí y del ahora. Hace años, antes de que empezase la última crisis económica, y mucho antes de la pandemia, ante la pregunta de por qué eran importantes los valores, y por qué era peligroso no cultivarlos o no transmitirlos, oí a un sabio responder que eran importantes porque, cuando el hombre pierde la perspectiva de la eternidad, todo se va al garete. Anda que no es verdad. Y qué profético me parece.