En Reino Unido, en medio de la crisis del petróleo, ha sido noticia la diputada Rosie Duffield, que no ha podido asistir al congreso laborista porque dijo que «solo las mujeres tienen cérvix».

Hay 68 millones de británicos. Quizá 4.000 de ellos son hombres transgénero, y se sintieron ofendidos. Sin embargo, los casi 100.000 británicos afectados por microsomía hemifacial que nacen sin parte de la cara y con una sola oreja, no se ofenden cuando en el colegio les enseñan que los humanos tenemos dos orejas.

El terremoto se ha desatado cuando sir Keir Starmer, líder laborista, ha afirmado que «nunca debería decirse que solo las mujeres tienen cérvix».

A Duffield se la acusó de derechista y tránsfoba y recibió miles de amenazas. ¿En serio? Lo cierto es que una cosa es que la inclusión sea un noble ideal y otra muy distinta, referirse a nosotras como «cuerpos con vagina» (en un artículo sobre la menstruación en The Lancet, revista científica que, sin embargo, habla de hombres cuando trata sobre el cáncer de próstata) ; o «personas gestantes» ( en numerosos documentos de Podemos, incluso en anteproyectos de ley, y en artículos de medios afines de este partido) , o «gente que sangra» (así se refieren a las mujeres en un taller sobre menstruación subvencionado por el ayuntamiento de Madrid).

Por otro lado, una persona que tiene la menstruación, ¿es un hombre? Porque si la verdad es exclusivamente personal, si soy lo que digo que soy, entonces la base de la revolución científica se derrumba. No hablemos ya de estudios que necesitan comparar grandes bases de poblaciones y que segmentan en función del sexo. Por ejemplo, se sabe que las vacunas del covid impactan de forma diferente en hombres y en mujeres. Pero, ¿cómo podemos estudiarlo si no sabemos qué es hombre y qué es mujer?

Parece que el derecho a definirse a sí mismo (una expectativa razonable) choca con la imposición de que los demás se ajusten a una percepción infinitamente maleable de la verdad (una expectativa irracional). Y a veces se podría sospechar que existe una línea directa que conecta la idea de que ser hombre o mujer es un sentimiento con la afirmación de los aliados de Donald Trump de que tienen ‘hechos alternativos’. Porque si cada uno define su propia verdad en función a un sentimiento personal, entonces nada es verdad.

La falacia de la disyunción es muy común tanto en política («si te opones a las leyes de autoidentificación de sexo eres derechista y tránsfoba») como en nuestra vida personal («si sigues hablando a tu madre tras pelearse conmigo, no me quieres») y hay que saber estar atento a identificarla. Porque es chantaje y manipulación.

En 1983 los testigos de Jehová se negaron a hacer el servicio militar, pero de paso se negaron a realizar una prestación civil sustitutoria, más larga que el servicio militar. Algunos fueron encarcelados por sus creencias. También unos cuantos anarquistas se declararon insumisos, y fueron a la cárcel por ello. Testigos de Jehová anarquistas se sitúan en posiciones ideológicas opuestas. Los primeros viven para Dios y los segundos niegan su existencia. Pero coincidían en su antimilitarismo, y en una postura que hoy ya es ley. La disyunción no funcionaba aquí. Uno puede estar de acuerdo con su contrario en temas que son de sentido común.