Detesto las redes sociales. Bueno, puntualizo: desfogarme en Twitter y compartir fotos en Instagram me encanta; lo que tengo atragantado es ese universo plastificado de dientes perfectos, muslos de acero, parejas de ensueño, ropa de marca y tableta de abdominales en el que todos son tan felices y comen tantas perdices que hasta dan asco. Tampoco me gusta estar un domingo en casa y ver que el mundo entero tiene plan y yo sin hacer nada, aunque cuando soy capaz de calmar mi envidia y las ganas de convertirme en ’influencer’ y ganar millonadas recapacito en lo absurdo que es ese mundo virtual tan de mentira, tan impostado. Y es entonces cuando guardo el móvil bajo llave, agarro una buena novela (estos días Aramburu y sus vencejos me tienen enganchada) y a los ‘likes’, los retuits y demás tonterías que les vayan dando. 

El Síndrome FOMO (Fear Of Missing Out), que no es otra cosa que el miedo a perderse algo, existe y es una plaga. Estar al día de todo es imposible y, además, en las redes sociales a saber qué es verdad y qué engaño. 

Lili Luo, 34 años, guapa, famosa, millonaria y con miles de seguidores que le bailaban en el agua. 6 de enero del año pasado: agarró a su bebé de cinco meses en brazos y se lanzó al vacío desde su lujoso ático de 450 metros cuadrados. No es la primera ni la última que lo hace; la obsesión por ser felices veinticuatro horas al día los siete días de la semana nos tiene machacados. No nos engañemos: la felicidad no es un estado eterno sino un bajar y subir sin descanso. Olvídense de plantearse de dónde venimos o a dónde vamos, para qué amargarse, mejor vayan probando qué les produce mayor cantidad de endorfinas a corto plazo. Y acepten que vivimos en una montaña rusa emocional de la que no hay quien se escape: hoy estamos arriba, mañana, abajo y pasado, quién sabe. 

No sé a ustedes, pero a mí la felicidad me huele a hierba mojada, a leña, a pan recién horneado. A vino, manzana, melocotón. A guayaba. A café, membrillo. A sábanas recién lavadas. Proust idealizó los recuerdos evocados por una galleta mojada en té para viajar en una de sus novelas por los laberintos del tiempo y la memoria y, de improviso, volver «indiferentes las vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la misma forma que opera el amor, colándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo». Olfato y memoria, qué conexión tan infinita y mágica. 

Hay estudios que aseguran que la felicidad depende un 50% de la genética, un 10% del entorno y un 40% de las elecciones personales. 

Repasemos: heredé toneladas de optimismo y soy mujer de grandes arranques que ha tenido la inmensa suerte de vivir en lugares maravillosos en los que ser desdichada era complicado. Pero lo he sido: soy humana. También muy feliz, la otra tarde sin ir más lejos en la montaña que tengo cerca de casa, entre sabinas moras, palmitos y aliagas. Con la miniatura musical del mirlo y la cresta alocada de la abubilla que volaba con bruscos cambios de dirección en un viaje a ninguna parte. Con el inmenso abrazo al centenario pino y su inexplicable olor a mango fresco esa tarde de septiembre que me llevó de vuelta a Santa Marta.

Cuando llegué a la cima y alcancé a ver al Mediterráneo, ese día especialmente azul, presumir allá abajo.